Jueves, Mayo 9

Si tomamos en cuenta que los limeños de 1901 y 1902 se quejaban amargamente de que ya no se veían grandes cantidades de gente en los “monumentos” y en los “templos” en Semana Santa, aun habiendo miles de personas, uno puede imaginarse la fuerza cuantitativa de la religiosidad limeña en tiempos de Cuaresma durante el pasadísimo siglo XIX.

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Hubo gran animación de creyentes en las iglesias en esos primeros años del siglo XX, pero ya no estaba la famosa burrita del “Señor del Triunfo”, en Chorrillos, ni había la “Procesión de los Pasos”. Las mujeres jóvenes ya no llevaban saña ni manto; los muchachos modernos no simpatizaban con la idea de un “baile de gigantes y papahuevos” como había antes del nuevo siglo. (EC, 07/04/1901)

Ese 7 de abril de 1901, Domingo de Resurrección, El Comercio hizo el recuento de la Semana Santa, sobre todo, de los dos días claves: Jueves Santo y Viernes Santo. “El jueves y viernes santo parece que la vida se paralizara en Lima. Ni coches ni tranvías, ni caballos ni carretas; nada de animación; los vendedores no pueden pregonar sus mercancías; las gentes sólo salen para ir a las iglesias (…)”, decía el diario decano. (EC, 07/04/1901)

Asimismo, desde el Jueves Santo y especialmente el Viernes Santo estaba muy enraizada la idea del duelo, del luto, que prescribía la costumbre religiosa: “Hasta los niños que nada respetan y que protestan de que se les quiera impedir el juego, que forma parte de su naturaleza, parece que comprendieran que no deben interrumpir el solemne silencio de la ciudad”. (EC, 07/04/1901)

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En los libros de Lima de esos años se podía apreciar entonces “láminas grabadas sobre acero” en las que se representaba “la procesión de Viernes Santo” ya en tiempos republicanos. La pasión, muerte y resurrección de Jesús, los santos en hileras interminables, las tropas uniformadas, las autoridades civiles y hasta el mismísimo presidente de la República. Los personajes se repetían en las propias calles limeñas.

De esta forma, en la procesión del Viernes Santo nadie faltaba. A las autoridades civiles y militares, se sumaban las comunidades religiosas, los colegios, las universidades, el cabildo (municipio), las cofradías de varones, las mujeres elegantemente vestidas y también los “penitentes con hábito talar y capuchones, cucuruchos, arrepentidos, pueblo, etc., etc.” (EC, 07/04/1901)

Imagen de los miembros de la Corte Suprema dirigiéndose a la Catedral de Lima. Una muestra del rigor protocolar con que se llevaban adelante los actos oficiales de Semana Santa. (Foto: GEC Archivo Histórico)

Situaciones diversas y curiosas se habían dado entonces en una Lima completamente entregada a la devoción. El cronista de 1901 insistía en que no era una “hipérbole” decir que toda la ciudad acompañaba la procesión. Incluso se sucedían “casos de riña y resentimientos entre personas de las aristocracia, por alcanzar la primacía en cargar las andas”. (EC, 07/04/1901)

Una vieja tradición, extremadamente devota, que provenía de las décadas pasadas del siglo XIX, aun resonaba en ese siglo XX auroral. Pero nada se comparaba con lo que esos adultos de comienzos del XX vieron cuando eran niños y niñas. Y es que, entre los “arrepentidos”, hubo casos extremos en los que estos no tenían piedad por sí mismos.

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Los “arrepentidos” acompañaban de rodillas la procesión y alababan la figura de Jesucristo a rastras, dándose “disciplinazos” (feroces latigazos) que “hacían brotar sangre de sus desnudas espaldas. Alguno no pudo cumplir su promesa porque expiró o cayó desmayado y moribundo después de recorrer unas cuantas cuadras”, describía El Comercio. (EC, 07/04/1901)

Un mayor cuidado empezó a ejercerse ante esas demostraciones extremas de fe, y los propios vecinos de Lima de 1901 y 1902, hombres y mujeres ocupados en muchas labores sociales y profesionales, esperaban con disimulo la llegada del Sábado de Gloria para poder “renacer” en sus costumbres y hábitos, tras el luto del jueves y viernes santo.

Llegaba ese Sábado de Gloriay no bien suenan en la Iglesia Metropolitana la ‘Cantabria’ y la ‘Purísima’, que así se llaman las dos campanas más grandes, que pesan respectivamente 310 y 155 quilates, cuando se derraman como rápidos torrentes por todas las calles, carruajes, tranvías, carretas, caballos, vendedores ambulantes, curiosos, etc.” (EC, 07/04/1901)

La vida recogida, tenazmente silenciosa de los días anteriores, terminaba y los limeños se expresaban de otra forma, digamos, menos solemne, aunque sin dejar de serlo de alguna u otra forma. Un respeto sordo había a esos primeros años del siglo XX: un respeto inclusive en los gritos de los chicos, en los llamados a voz en cuello de los “pulperos” y en la misma actitud de los “encomenderos” que quemaban “unos cuantos paquetes de cohetes”.

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El viejo cronista de El Comercio cerraba su nota advirtiendo que los tiempos antiguos tampoco estaban a salvo de gestos desorbitantes, descontrolados e irracionales, como aquel del que fue testigo de niño, en la década de 1870 (poco antes de la Guerra con Chile, 1879-1883), “cuando un caballero en el colmo del entusiasmo, se arrojara de cabeza por el balcón a la calle, exclamando ¡Gloria in excelsis Deo!”. (EC, 07/04/1901)

Pero los cambios eran evidentes, como lo demostraría el Arzobispo de Lima, monseñor Manuel Tovar y Chamorro, quien reclamó en una carta pública, con fecha 26 de marzo de 1902, ante la decisión de la Municipalidad de Lima de permitir el “tráfico público” de toda clase de vehículos durante el Jueves Santo y Viernes Santo de ese año.

Algo estaba cambiando en las costumbres limeñas de esos años, y no ha parado de cambiar hasta el día de hoy.

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