Desplegados en Pichari, en la zona del Vraem, dos operadores especiales —término que prefieren en lugar de “comandos”— aguardan el siguiente llamado para cumplir una nueva misión. Entre los intervalos de silencio que deja la rutina militar, se conectan por Zoom para conversar con El Comercio sobre la vida castrense que retrata “Vino la noche”, ópera prima de Paolo Tizón, que se estrena este jueves.
En Ayacucho, Anthony soñaba desde el colegio con ser militar, y, si no fuera suficiente, las prestaciones económicas ofrecían el último incentivo para enlistarse al acabar sus estudios. A catorce horas de distancia, en Arequipa, Emil escuchaba los sueños de su padre, quien siempre quiso ser militar; tras decidirse a ingresar, encontró dentro su vocación. “Mi primera motivación fue mi pareja”, recuerda Anthony. “Entré sin saber mucho, quería que mi padre estuviera orgulloso”, agrega Emil.
En la cinta de Tizón, el rugido de los soldados que entrenan para convertirse en operadores especiales sobrecoge al espectador. Repiten los nombres de sus padres, de sus parejas, de sus pueblos. En la realidad, un helicóptero despega de la base de Pichari y ensordece el ambiente. Los operadores observan su partida antes de continuar la conversación, como si nada los apartara del deber. “El tema familiar nos une a muchos; todos extrañamos a nuestras familias”, alcanza a decir Emil, mientras el viento agita una carpa camuflada.
Durante el entrenamiento, sus cuerpos fueron moldeados para resistir condiciones extremas y sobrevivir a la intemperie. Se mueven con cautela, son calmos en medio del estrés y se coordinan como una sola entidad; características alabadas por colegas y superiores, aunque, más allá de los límites visibles de la base, corre un rumor absurdo y persistente: se dice que todos los operadores especiales han perdido sus emociones.
Una mirada íntima
“Que nos hayan entrenado para ser fríos no significa que no tengamos sentimientos, sino que los manejamos de una manera diferente —explica Anthony—. Uno no puede estar triste porque te dejó tu pareja o te peleaste con alguien antes de salir a una operación; hacerlo implica poner en riesgo a tus colegas, es egoísta”.
Para ellos, la unidad lo es todo, hasta el punto de que resulta difícil distinguirlos físicamente. Usan la misma ropa, el mismo corte al ras. Son entrenados para moverse como uno solo, cuidando siempre del otro. Entre ellos se comparten desamores e inseguridades que pocas veces salen del cuartel. Sus familias no lo saben, pero la cámara del pequeño equipo de filmación sí. Durante un año, tres personas los acompañaron sin buscar romantizar ni juzgar, registrando sus rutinas, sus motivaciones y sus miedos.
“Como humano, el hecho de morir siempre es algo complicado. Por más que entrenes mucho o la operación dure poco, siempre está la posibilidad de morir por una simple picadura de serpiente o por pisar mal y desbarrancarte”, menciona Anthony, quien prefiere evitar conversar sobre su trabajo como operador especial con su familia. “Cambiar el chip es una forma nuestra de ser empáticos con otros”, sustenta, aunque espera que la cinta lo acerque más a ellos.
Por su parte, Emil persiste en que habrá un propósito mayor, una promesa implícita al mostrar aquello que el entrenamiento elimina al salir a combatir. “Aquí nos mostramos vulnerables, como los seres humanos que somos”, menciona, mientras en su mente surge el recuerdo de uno de los momentos más duros que retrata la cinta. “En medio de la oscuridad, intentando mantener el calor bajo el agua, vi a un civil observándonos en aquel momento. Vi incomprensión, vi miedo en sus ojos. Espero que la cinta cambie esa forma en la que nos miran”, concluye.












