Curioso viaje el de San Nicolás. Un santo que nace en Turquía, que originalmente se le rinde culto en Europa, y que termina siendo reinventado como ícono de las fiestas navideñas en la nevada ciudad de Nueva York. Para el escritor español Javier Peña, creador del podcast literario “Grandes Infelices”, más allá de su origen histórico, el bondadoso San Nicolás resulta un personaje tan literario como el avaro Ebenezer Scrooge, inventado por Charles Dickens en su “Un cuento de Navidad” (1843).
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Fue Washington Irving quien en 1809 escribió “La historia de Nueva York” (cuyo título completo es “Una historia de Nueva York desde el principio del mundo hasta el fin de la dinastía holandesa”), crónica exagerada que parodiaba el discurso académico, fusionaba leyendas con hechos históricos y celebraba con ironía el papel de las primeras autoridades holandesas en la que fuera la antigua Nueva Ámsterdam. Irving publicó el libro bajo el seudónimo de Diedrich Knickerbocker, un anciano y excéntrico historiador holandés que había desaparecido dejando el manuscrito en su hotel sin pagar la cuenta. Todo ello fue parte de una brillante campaña de márketing ideada por el mismo Irving, la cual tuvo tal repercusión que hoy a los neoyorquinos se les conoce como “knickerbockers” y, por lo mismo, a su equipo de baloncesto se le llama los New York Knicks.
Al principio de la historia, Oloffe Van Kortlandt, un adinerado colono holandés, tiene un sueño en el que San Nicolás desciende de las copas de los árboles en una carreta voladora, enciende una pipa cuyo humo arremolinado toma la forma de una ciudad con torres y se frota el dedo junto a la nariz antes de ascender al cielo. El relato de Irving partía de la tradición holandesa de San Nicolás, donde cada 5 de diciembre los niños dejaban sus zapatos con la esperanza de que ‘Sinterklaas’ los juzgara con ternura y les dejara dulces en lugar de carbón.
Al ser estadounidense, el escritor era mucho más cercano a la cultura popular de su país que al santo turco enterrado en Bari. Por ello, no lo retrató como el típico bienhechor que hoy conocemos; su figura se parece más bien a la que recoge Tim Burton en la adaptación de otra de sus historias, “La leyenda del jinete sin cabeza”: un personaje un tanto tétrico, a pesar del tono satírico. En el relato de Irving, el santo patrón holandés devino en Santa Claus.
Más tarde, otros autores neoyorquinos como Clement Clarke Moore (con su poema “A Visit from St. Nicholas”) se basaron en el personaje de Irving para construir la imagen definitiva de Santa Claus, con su trineo tirado por renos, el traje rojo, la barba blanca y la nariz color cereza. Décadas más tarde llegarían Dickens y Hans Christian Andersen para terminar el paisaje navideño actual.
“No creo que Washington Irving hubiera llegado a adivinar la influencia de su personaje”, advierte Javier Peña. “Lo cierto es que su San Nicolás tomó vida literaria, y luego el mercado empezó a sacarlo del libro hasta convertirlo en un ícono cultural independiente. Sucede lo mismo con Drácula o Frankenstein: la gente habla de Papá Noel sin haber leído sus libros de origen”, afirma.
Al escritor español le resulta fascinante un dato poco conocido: Irving, Dickens y Andersen se conocían en persona. Algo difícil que suceda a mitad del siglo XIX, cuando no existían vuelos ‘low cost’. Bien leídas, las historias de estos tres autores tienen mucho de complementarias. ¿Cuánto influyó “Una historia de Nueva York” en “Un cuento de Navidad”, “La niña de los fósforos” o “El muñeco de nieve”? Es difícil precisarlo, pero como asegura el divulgador español, está claro que todos ellos tuvieron el propósito de reinventar la Navidad.













