El mundo que dio origen al Consenso de Washington hace 35 años ya no existe. Si bien ayudó a expandir el comercio y reducir la pobreza, dejó sin resolver cuestiones esenciales sobre bienestar, equidad y oportunidades reales. Hoy, la economía global vive bajo riesgos geopolíticos, crisis migratorias, polarización política, inseguridad ciudadana y un calentamiento global acelerado. La revolución tecnológica tampoco ha logrado democratizar este progreso, pues la productividad se concentra en pocos sectores y territorios, mientras millones de trabajadores permanecen atrapados en empleos precarios. Todo lo anterior alimenta un dualismo productivo entre enclaves modernos y una economía informal –e incluso ilegal– en expansión.
Ante ese panorama, académicos de la London School of Economics han planteado el Consenso de Londres: una nueva brújula intelectual que busca superar la falsa dicotomía entre Estado y mercado. Su apuesta es construir estados capaces: instituciones que hagan que la economía de mercado funcione para la mayoría. No proponen recetas universales, sino fortalecer capacidades para diseñar y ejecutar políticas adaptadas a realidades diversas. Copiar modelos foráneos ya no es la ruta.
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El Perú necesita con particular urgencia esa brújula. Nuestro crecimiento potencial bordea apenas el 3% –la mitad de lo alcanzado en el período de auge–, la productividad laboral está estancada en niveles equivalentes al 23% de la estadounidense, y los aprendizajes escolares cayeron de manera significativa. Estas cifras no solo reflejan incertidumbre económica, sino los límites de un modelo que dejó de generar prosperidad amplia.
La fragilidad institucional agrava el problema. Los presupuestos no se traducen en servicios de calidad, la descentralización ha transferido recursos sin capacidades equivalentes que los administren con eficiencia, y la alta informalidad mantiene a millones de ciudadanos lejos de la protección estatal. El propio Consenso de Londres advierte que reproducir instituciones ajenas sin construir competencias propias conduce al fracaso: más del 60% de funcionarios en países emergentes reconoce que las “mejores prácticas” que se importan son inaplicables a sus contextos, y más del 40% admite no contar con la preparación técnica necesaria para ejecutarlas. La capacidad estatal no se hereda, se desarrolla con aprendizaje continuo y liderazgo político.
Los motores del crecimiento también están cambiando. La apertura comercial, por sí sola, ya no basta. La innovación, la digitalización y los servicios productivos determinan hoy la competitividad, y exigen colaboración estrecha entre Estado y sector privado. La política fiscal peruana debe repensarse, porque su rol ya no se limita a estabilizar la economía, sino supone proteger a los hogares más vulnerables frente a crisis recurrentes, en un país donde demasiados viven al margen de redes de seguridad.
El Perú no puede quedarse atrapado en la nostalgia de un modelo que ya no responde a sus desafíos, ni lanzarse al vacío institucional destruyendo sin construir. La verdadera discusión no está entre Estado o mercado, sino en definir qué Estado necesitamos y para qué tipo de mercado lo queremos. Hemos perdido rumbo, pero no potencial. Y, en un país agotado de improvisaciones, este nuevo Consenso nos recuerda que crecimiento, equidad y sostenibilidad no se alinean de manera espontánea: requieren instituciones que sepan coordinar intereses, asignar recursos con propósito y generar resultados visibles para la ciudadanía.
Esa es la brújula que nos falta. Una que guíe políticas públicas capaces de crear oportunidades reales para todos los peruanos. Los próximos comicios ofrecen la posibilidad de retomarla con seriedad y recuperar el tiempo perdido. El desafío es grande, pero la oportunidad también.














