
Probablemente, el Perú tenga construida, sin saberlo, una de las mayores superestructuras de impunidad del mundo.
El combate contra el delito criminal se ha convertido en una mezcla macabra de impotencia y espectáculo: policías, fiscales, procuradores y jueces suben y bajan cada día el telón de una tragicomedia en la que la sanción ejemplar no existe porque los mecanismos para neutralizarla o anularla operan eficazmente desde dentro del sistema de justicia y desde dentro del sistema político.
A esa neutralización o anulación de toda sanción real y efectiva se le llama impunidad.
El Estado es parte de este mecanismo monstruoso. No hace lo que debe ni hace lo que puede. Sencillamente mira al vacío.
El Caso Lava Jato, por ejemplo, debía revelarnos, descarnadamente, el mecanismo de corrupción de la empresa constructora brasileña Odebrecht en el Perú. En su lugar, con los fiscales y jueces a su cargo, ha terminado por mostrarnos más nítidamente el mecanismo de impunidad del sistema de justicia y del sistema político. Resulta que ahora fiscales y jueces emblemáticos, ligados al caso, terminan su ciclo investigados y judicializados, y expresidentes, otrora perseguidores implacables de robos y coimas millonarias, son puestos en camino al banquillo de los acusados, aunque no necesariamente en camino a la cárcel, pues siempre encontrarán disponible más de un atajo a la fuga o a la libertad.
No hay nada que realmente obligue a un mandatario electo en el Perú a transparentar sus actos y decisiones, más allá de que este lo quiera o pueda hacer por propia voluntad: desde celebrar concesiones a media luz como lo hizo Alejandro Toledo con Odebrecht hasta ejercer presiones encubiertas sobre el Ministerio Público como lo hizo Martín Vizcarra para que fiscales complacientes persiguieran los supuestos delitos de sus adversarios políticos a cambio de hacer invisibles los suyos propios. Nada nos asegura que el próximo inquilino de Palacio de Gobierno pueda hacer lo mismo, pues de los últimos, de Pedro Castillo y Dina Boluarte, sabemos tan poco como ellos de sí mismos.
Policías, fiscales, jueces y procuradores sí están obligados a transparentar sus actos, pero cada cual tiene sobre su cabeza a un ministro del Interior que le hace sombra a un general en jefe; a una Junta de Fiscales, con miembros denunciados e investigados que la debilitan; a un Poder Judicial que defiende en abstracto la autonomía jurisdiccional de sus jueces, mientras pierde el control de la conducta venal de muchos de ellos; a un Ministerio de Justicia que nunca se sabe si es defensor legal del Estado o del presidente o presidenta de turno; y a una Junta Nacional de Justicia, designadora, evaluadora y sancionadora de jueces y fiscales, que concentra, en su ejercicio de poder, más capacidad de impunidad que de sanción.
Con una Junta Nacional de Justicia de verdad distinta y superior en la severidad de sus juicios y sus actos no tendríamos la tragicomedia fiscal y judicial de la que estamos hablando aquí.
La superestructura de impunidad sigue devorándose todo.