El caso de Roger Quispe Arana revela una cadena de decisiones que terminó por truncar la vida de un joven suboficial de tercera que soñaba con construir una carrera en la Policía Nacional del Perú. Hoy, a causa de una instrucción que nunca debió recibir, enfrenta un daño cerebral irreversible que lo mantiene en un estado infantil y completamente dependiente de su familia.
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La mañana del accidente, ocurrido en la comisaría Pamplona II, en San Juan de Miraflores, los agentes recibieron la disposición de presentarse con ropa deportiva. Minutos después, la oficial al mando ordenó que varios suboficiales realizaran labores de limpieza ante la ausencia de público. Roger, asignado a la sección Familia, recibió la instrucción que cambiaría su vida: limpiar ventanas ubicadas sobre la zona del tragaluz de la dependencia policial, una tarea expresamente prohibida para cualquier agente.
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La normativa policial impide que los suboficiales realicen actividades ajenas al servicio, como mantenimiento de ambientes o lavado de superficies. Sin embargo, los testimonios incluidos en la investigación fiscal confirman que Roger no contaba con equipos de seguridad ni capacitación para realizar esa labor. Aun así, subió sin protección a la estructura interna del tragaluz.
Minutos después, perdió el equilibrio y cayó desde el primer piso hasta el sótano, una altura de casi cuatro metros. Los agentes lo encontraron inmóvil, sangrando por los ojos, nariz y oídos. Ante la demora de una ambulancia, fue trasladado en la tolva de un patrullero al Hospital María Auxiliadora.
La primera llamada que recibió la familia hablaba de un accidente de tránsito, una versión que nunca coincidió con sus funciones del día. Conforme avanzaron las pesquisas, surgieron contradicciones en la declaración de la oficial investigada, quien insinuó que el suboficial se habría arrojado voluntariamente. Sin embargo, ninguno de los nueve policías que prestaron testimonio respaldó esa afirmación ni mencionó juegos previos o retos entre agentes.
El diagnóstico médico confirmó un traumatismo craneoencefálico severo con fractura de cráneo y hemorragia interna. Desde entonces, el joven policía perdió la movilidad del lado derecho, su capacidad de hablar, la memoria y gran parte de su autonomía. Hoy solo pronuncia algunas palabras que sus padres interpretan y requiere vigilancia permanente.
Pese a la gravedad del caso, la atención institucional llegó con demoras. Su control en el hospital policial fue programado para cinco meses después del alta, y su familia señala que aún requiere una placa de titanio, rehabilitación intensiva y cuidados continuos que superan sus ingresos.

Aun con sus limitaciones, cuando Roger ve su uniforme intenta incorporarse, como si su vocación aún sobreviviera al accidente que lo marcó de por vida.
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La capitán que habría ordenado la limpieza enfrenta una denuncia por abuso de autoridad y lesiones graves. La investigación recoge testimonios coincidentes sobre que Roger realizaba labores no autorizadas y que no existió ninguna conducta temeraria previa a la caída.
Los padres del suboficial exigen que la PNP asuma su responsabilidad, brinde la atención integral que requiere y reconozca el impacto de una instrucción indebida impartida dentro de la propia comisaría.














