
Dina Boluarte busca afanosamente añadir, a su condición de ser la primera mujer en la historia en ocupar la presidencia en el Perú, otro mérito por el que se juega la vida: llegar al 2026 a la sétima sucesión constitucional en el cargo en 10 años, en un hecho sin precedentes.
En la pasarela de la última década, los breves regímenes de Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino, Francisco Sagasti y Pedro Castillo, preceden a Boluarte, provocándole más de una pesadilla.
Hacia el 2026, si nada altera el frágil orden institucional, Boluarte habrá logrado lo que históricamente es una proeza: ¡completar su mandato!, bajo la amenaza de una cláusula de vacancia que la Constitución más estable que hayamos tenido hasta hoy contempla como mayor factor de inestabilidad política del país.
La estabilidad en las inversiones importa constitucionalmente más que la estabilidad presidencial, sometida a una ambigua sanción de vacancia por una “incapacidad moral permanente” que ni el Tribunal Constitucional ha podido definir.
Es como si la República hubiera nacido en el Perú con dos propósitos retorcidos profundos: que los presidentes puedan ser echados de sus cargos por la fuerza de las armas, o democráticamente por la fuerza de 87 votos en el Congreso, y que el Congreso de turno pueda igualmente terminar sus días a manos de un golpista cualquiera o por negarle dos veces consecutivas la confianza al gobierno.
Entre la convocatoria a elecciones generales en abril y el último discurso de Boluarte en julio de este año, la apuesta de quién dura más que Dina en el poder se tornará tensa y crucial. Aliados suyos como Alianza para el Progreso y Fuerza Popular podrían marcar una visible distancia u oposición estratégica según sus intereses electorales o ingresar a consideraciones de mayor riesgo como el de una vacancia presidencial y al trámite de un breve régimen de transición.
De ahí que tendremos en los próximos meses a una presidenta Boluarte usando y justificando todos los medios a su alcance para su objetivo mayor, que no es necesariamente gobernar, sino completar su mandato.
Como en política, las lealtades no existen, ella estará dispuesta a sacrificar a ministros, funcionarios, asesores, amigos y familiares. Su tiempo de duración en el poder será un valor por encima del PBI, del equilibrio fiscal y del gasto presupuestal. No le preocupará el poder de fiscales y jueces que la investigan ni el poder de la prensa porque sabe que tiene una ventaja adicional sobre todos ellos: su inmunidad constitucional.
En un país como el nuestro, tan urgido de continuidad en sus políticas públicas, seguirá prevaleciendo el afán frenético de quién dura más que quién en un cargo o función, o de quién sorprende más que quién en deslealtades y traiciones.