Jueves, Octubre 3

Ó do Borogodó, el club de samba más conocido de la ciudad de São Paulo, está ubicado en el barrio de Pinheiros, en el número 21 de la calle Horacio Lane. Si se paran en la vereda de enfrente, de espaldas al cementerio, verán una construcción rectangular de un sólo piso, de un color que se esconde tras el grafiti de un hombre lobo y el dibujo de una ciudad asediada por una botella de Cachaça y una enorme letra Ó pintada a la derecha de la puerta del local. Nuestro plan es ir esta noche para escuchar a Raquel Tobias, una de las cantantes más destacadas de la escena local de samba. Pero esa es sólo una de las cosas de las que quiero hablarles.

Para Diana y para mí, ir a Ó do Borogodó significa caminar hacia el sur por la calle Fradique Coutinho y pasar frente a la Galería Milan, donde se presentan tres muestras de arte contemporáneo en simultáneo. Es pasar frente a una playa de estacionamiento en ruinas que, aunque abierta, siempre está vacía. Es pasar frente a la llantería Pessoa, donde las paredes de calamina están cubiertas de ilegal pichação, esa modalidad de arte urbano nacida en São Paulo con una tipografía única en el mundo. Es tomar el pasaje Filipe de Alcaçova, llegar a la esquina con Fidalga y toparnos con Jaco, un moderno restaurante de autor con una fachada de placas de acero galvanizado. Es caminar por Fidalga hasta la esquina con Purpurina y sentarnos en el Bar São Cristóvão a comer carne de panela frente a las camisetas autografiadas por Zico y por Pelé. Es apurar el paso tres cuadras hacia Jericó y Rodésia y pasar frente a lo que alguna vez fue Mercearia São Pedro, la cervecería favorita de Nick Cave, cerrada permanentemente desde el 25 de febrero pasado. Es tomar la calle Harmonia y llegar a la puerta de Chão, un mercado creado por una asociación de trabajadores sin fines de lucro donde cuelga orgullosamente una bandera antifascista. Es desembocar en Beco do Batman, el “callejón de Batman”, inundado de grafitis y mesas de artesanos y turistas que se retratan frente a coloridos murales, donde se nos presenta un vendedor de discos de vinilo –el álbum que suena en el tornamesa portátil es Sinal Fechado de Chico Buarque– y un avezado carioca que acaba de divorciarse de una peruana. Es avanzar hasta el cruce con la avenida Luis Murat y darnos de bruces con el cementerio, torcer a la izquierda por Horacio Lane, zambullirnos en una ola de turistas tomando cerveza en las puertas de un hostel, salir a la superficie y reconocer el grafiti del hombre lobo, el dibujo de la ciudad asediada por una botella de Cachaça y la enorme letra Ó que indica nuestra llegada a la puerta del local.

La expresión “borogodó” proviene de una antigua palabra portuguesa: “forrobodó”, que alude a un estado de júbilo etílico o un episodio de alegría desbordada o una fiesta enajenada, enloquecida, fuera de control. Hoy, en el léxico paulista, “borogodó” alude a una persona encantadora, a un individuo rebosante de sensualidad, a alguien que posee un atractivo irresistible. Cuando llegamos a la puerta del club nos recibe alguien que encarna a la perfección este ideal: una mulata trans de edad indeterminada que ilumina el corredor con la sonrisa más grande que verás en tu vida, y que lleva, además de la cabeza rapada, unos resplandecientes ojos negros, un esotérico medallón dorado y un vestido similar al que llevan algunas sacerdotisas egipcias en las películas bíblicas de los años cincuenta. “Bem-vindos ao Ó do Borogodó”, nos dice, destellando simpatía. Le preguntamos por el precio de la entrada y otra vez nos sonríe; le pagamos sin pensarlo y entramos al local.

Contagiados de su sonrisa, Diana y yo avanzamos por un corredor que conduce hacia una sala de techos altos, teñida por luces blancas, naranjas y amarillas. Las paredes son de ladrillo, de color humo a la izquierda, al lado del escenario, y rojas a la derecha, alrededor de las mesas y la barra del bar. Por todo el local cuelgan objetos de evidente valor simbólico: una bandera que dice “el samba también es rezo”, una placa en honor a la asesinada activista Marielle Franco y la foto con que la policía fichó a la ex presidenta Dilma Rousseff cuando era guerrillera, en los años setenta. Nos sentamos en una de las mesas frente al escenario. Detrás de nosotros, un grupo de señoras rubias se ríe de algo que como turistas nos resulta imposible entender. Me acerco a la barra para peguntar si puedo cargar mi teléfono, el barman ve la foto de Steely Dan que llevo como protector de pantalla y la señala con el dedo. “Steely Dan”, le digo. Él levanta el pulgar.

La sala empieza a llenarse. Llegan unos muchachos con apariencia de estudiantes universitarios: barbas crecidas, camisas holgadas, gafas para lectura. Una pareja en sus treintas se sienta en la mesa de al lado; él, pantalón negro y camiseta azul, como si acabara de salir del trabajo; ella, un vestido color marfil con estampados geométricos, como elegido para la ocasión. Un mesero se acerca a nuestra mesa; no tiene ropa de trabajo, ni una insignia con su nombre o el nombre del local, lleva simplemente unos jeans sueltos, una camiseta negra y un gastado mandil de proletario color rojo; carismático, aunque distante, anota nuestro pedido y, sin apuro, regresa silbando a la barra. Los músicos empiezan a tomar sus posiciones en el escenario: el trombón y los instrumentos de percusión –la batería, el pandeiro y el surdo– al lado izquierdo; la voz masculina de apoyo, el cavaquinho y la guitarra, al derecho. En el centro, con un enterizo de luminoso color turquesa que realza su piel morena, se sienta, como una reina, Raquel Tobias.

El baterista marca el compás y la banda empieza a tocar un samba instrumental, veloz, vertiginoso. Los platillos mecen su piel dorada. El pandeiro vibra como una serpiente de cascabel. La guitarra y el cavaquinho curvan el espacio con sus cuerdas. El trombón resopla una melodía y lame las paredes con su voluptuoso quejido de metal. El color rojo de la sala se torna más intenso y la gente, estimulada por la música, lanza arengas a la banda mientras sigue el ritmo con la cabeza, las manos y los pies. Es como si alguien hubiese abierto las puertas de un cofre donde se hallaba contenida la alegría. Raquel Tobias toma el micrófono y canta, canta sobre fiestas y alboroto en las calles, canta sobre corazones rotos y noches de bohemia, canta sobre amores apasionados y amores tortuosos, amores prohibidos y amores no correspondidos, amores que toman tiempo en consolidarse, en reconocerse, pero nunca, nunca, acaban. Y todo lo canta con el júbilo de quien, más allá de cualquier cosa, más allá incluso de lo malo y de lo bueno, ama profundamente la vida.

Entonces, embriagado por los efectos de la música, me pregunto: ¿acaso es de esto de lo que trata el samba? ¿acaso aquí, en este gozoso ethos de la alegría, es donde se esconde su secreto? La manifestación de esta realidad empieza a intoxicarme y siento la necesidad de tomar un poco de aire. Me dirijo hacia la barra para recoger mi teléfono y cuando vuelvo los ojos hacia la sala veo la fiesta. Y es hermosa. Todos los asistentes centellean bajo las mismas luces –blancas, naranjas, amarillas– cobijados y envueltos por una misma emoción, poseídos por un espíritu que no puede ser otro sino el del borogodó. El mesero está apoyado sobre la pared, moviendo la cabeza y cantando al unísono con Raquel Tobias. Las señoras rubias se han levantado de sus sillas y cantan meciendo sus brazos y estirando sus cabezas. La pareja de al lado también se levanta y baila en un círculo formado frente al escenario; ambos, el muchacho de pantalón negro y camiseta azul y la muchacha de vestido color marfil, son, a todas luces, bailarines profesionales de samba y, animados por el resto de la sala, trazan sobre el piso sensuales y complejos diseños que evocan esa síntesis de tradición africana y modernidad europea que dio origen a la cultura brasilera. Desde la barra puedo ver a Diana, sonriente y hermosa; también se ha puesto de pie y baila al compás de la música, la miro y refuerzo por qué elegimos nuestra compañía. Le sonrío y le hago saber con unos gestos que estoy volviendo a nuestra mesa.

Pero me quedo unos segundos más en la barra, observándolo la fiesta desatada por Raquel Tobias en Ó do Borogodó, donde gente de diferentes razas, géneros y clases sociales parecen formar parte de una misma realidad: el mozo con el mandil rojo, las señoras rubias, los estudiantes universitarios, los vecinos bohemios, los músicos, Diana y yo, todos atravesados y unidos por el hilo invisible del samba y su forma de ver la vida, su ethos de la alegría.

Quizás era esto de lo que realmente quería hablarles: de la disposición emocional que se instala en nosotros cuando interiorizamos la vitalidad del samba. Sin embargo, en el fondo, sé que estamos lidiando con un espejismo y que, en cualquier momento, como Himeneo disfrazado en el ritual a Príapo, seremos descubiertos y el telón caerá sobre nosotros, y que muy pronto, cuando acabe la fiesta, saldremos a la calle y el mundo volverá a su estado natural, a ese estado de inmediatez digno de los tiempos que vivimos. Sin embargo, también sé que, aunque retrocedan y se evaporen en el horizonte, los espejismos son una promesa que aparece para animarnos a seguir avanzando, y que, quizás, sólo quizás, al seguir avanzando uno termina llegando a su destino. Pero nada de eso importa esta noche. Tomo mi teléfono y avanzo entre la multitud, llego a nuestra mesa y abrazo a Diana, y reímos y bebemos y bailamos. Y no regresamos a casa hasta el amanecer.

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