Sábado, Diciembre 21

Entre las muchas desgracias que arrastra el Perú en el manejo del poder, hay una mayor: la de perder la brújula cada vez que sale de una grave crisis.

Como no puede evitar caer en la desorientación, el país termina por no saber hacia dónde ir.

Alberto Fujimori no ganó las elecciones de 1990 frente a Mario Vargas Llosa porque los que votaron por él deseaban estabilizar la economía y pacificar el país tomado por el terrorismo. Fue desde el poder que Fujimori decidió poner fin a ambos problemas, comenzando democráticamente por hacer suya la propuesta liberal macroeconómica de Vargas Llosa y autoritariamente disolviendo el Congreso mediante un autogolpe justificado en la lucha contra Sendero Luminoso y el MRTA.

Lamentablemente, diez años después de su triunfo, la estabilización económica y la derrota del terrorismo cedieron paso a la corrupción y al proyecto reeleccionista presidencial, que acabaron, precisamente y junto con la caída de este, por echar a perder la expectante brújula que entonces traía consigo el país.

Entre el 2001 y el 2016, el segundo gobierno de Alan García, animado por dejar atrás el recuerdo del desastre político y financiero del primero, se caracterizó por acentuar poderosamente el rumbo del crecimiento económico y la reducción de la pobreza crítica, mientras que los gobiernos de Alejandro Toledo y Ollanta Humala buscaron convertirse en abanderados de una lucha anticorrupción más volcada a la confrontación con el fujimorismo y el Partido Aprista Peruano que a demostrar reales objetivos de manejo honesto del Tesoro Público, como posteriormente lo demostrarían sus procesos abiertos por tratos ilícitos con la empresa brasileña Odebrecht.

Con Toledo y Humala, así como con Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino de Lama, Francisco Sagasti y Pedro Castillo, la brújula de la anticorrupción se perdió una vez más. La brújula del crecimiento económico y de la reducción de la pobreza, que García dejó a flote, marcando el punto de quiebre más importante del momento (2006-2011), sencillamente no la hemos vuelto a ver más.

El golpe de Estado fallido de Pedro Castillo nos puso en alerta sobre la necesidad no solo de fortalecer nuestra Constitución y nuestras instituciones democráticas, para ponerlas a salvo de toda amenaza anticonstitucional –como lo fue la disolución del Congreso realizada por Vizcarra en el 2019–, sino también de asegurar una salida política consensuada hacia el 2026.

En este punto crítico estamos más polarizados y confrontados que nunca, camino de un nuevo proceso electoral sin mayores garantías de autoridad y transparencia en un escenario bajo distintas presiones políticas que piden el adelanto electoral que no haría más que agravar las cosas.

La desgracia de perder la brújula todo el tiempo acompaña nuestras demás desgracias sin que parezca moverle una ceja a la presidenta Dina Boluarte y a los demás actores políticos claves.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

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