En mueve galería se instalan los atisbos de una familia: juguetes abandonados, trazos torpes que buscan un rumbo y las miradas cruzadas de dos padres. “Norte y cuerpo celeste”, la nueva exposición de Miguel Aguirre y Verónica Luján, abre un territorio donde la intimidad se convierte en paisaje y donde la vida familiar sostiene, casi sin proponérselo, toda elaboración artística.
Aquí, el espacio doméstico no aparece como refugio ni como simple anécdota, sino como un lente que amplifica lo vivido. La pareja de artistas muestra cómo su experiencia como padres dialoga con la pintura sin literalidad. Hay telas que parecen recoger el eco de un juego interrumpido; superficies vacías que, lejos de sugerir ausencia, anuncian un aprendizaje en marcha; gestos infantiles que se superponen con la mirada adulta sin jerarquías.
“La llegada de Mikel a nuestras vidas significó una revolución”, afirma Aguirre. “Nuestro hijo es nuestro norte. Nosotros, como los adultos de esta convivencia, estamos para contener y guiar, pero Mikel nos ha mostrado muchos aspectos en los que podemos ser mejores”, añade Luján.
La muestra se articula como un vaivén entre lo íntimo y lo conceptual. En algunas piezas, la infancia se abre como un mapa por descifrar; en otras, recuerda que todo vínculo tiene un costado caótico y otro luminoso. Lo que atraviesa la exposición es la idea de que la crianza también es una forma de pensamiento, uno que avanza por impulsos y asombros.

El arte de ser padres
El proyecto plantea una pregunta inevitable: ¿qué ocurre cuando el taller y la crianza dejan de ser mundos separados? En “Norte y cuerpo celeste”, Aguirre y Luján muestran que ser padres no interrumpe la práctica artística: la reorganiza. No se trata de conciliar tiempos, sino de permitir que ambos campos se contaminen y produzcan algo nuevo.
Tampoco se busca retratar al hijo, sino escucharlo para entenderse a uno mismo. Mikel —cuatro años, mirada propia, mano inquieta— interviene la obra sin saberlo del todo. “He pasado tres años sin producción sólida ni constante. Los tres primeros años de mi hijo. Este proyecto me ayudó a agudizar la mirada, a enfocarme en lo cercano y a producir arte desde allí”, menciona Luján.
En el caso de Aguirre, trabajar con la espontaneidad de Mikel ha significado soltar capas de referencias acumuladas. Volver a formas básicas —un bloque de color, una figura sin contorno— lo ha llevado a recordar gestos de su propia infancia, como si la paternidad abriera una puerta retroactiva hacia memorias que parecían selladas. Lo político, para él, se cuela en las preguntas sobre qué futuro espera a su hijo en un país inestable.
Para Luján, la maternidad ha modificado su mirada de manera más silenciosa pero igual de profunda. Los objetos del hogar, desgastados por el uso, cargan ahora un peso emocional que ingresa directamente en sus composiciones. En sus pinturas, los colores parecen sostenerse unos a otros, como si la luz misma estuviera cuidando.
Ambos artistas coinciden en que criar a Mikel ha sido también aprender a ralentizar la mirada: no precipitar la interpretación, dejar que una imagen respire, permitir que un gesto infantil reorganice la lógica del cuadro. En ese pausado redescubrimiento, la familia se convierte en un sistema que produce sentido. Un sistema que, como cualquier cuerpo celeste, se mueve, orbita y cambia de brillo sin dejar de ser un mundo propio.



