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De esta forma, la madrugada del 31 de diciembre de 1956, en la zona de Cantagallo, en el Rímac, era una mezcla de viento frío y penumbra. La “barriada”, como se les denominaba entonces, tenía apenas dos focos eléctricos para iluminar cientos de viviendas improvisadas. El resto era sombra.
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En ese escenario, la chispa que encendería el desastre ocurrió en una esquina polvorienta: Juan Villalobos Vargas intentaba instalar una conexión eléctrica clandestina para alumbrar su vivienda. En una zona donde la luz era un privilegio, los empalmes ilegales eran frecuentes… y peligrosos.

Su vecino Lauro León Valencia lo vio, y se opuso de inmediato. Le advirtió que manipular los cables de esa manera podía incendiar las casas de estera; y que no iba a permitir que corrieran ese riesgo. Fueron palabras firmes, dichas sin agresión, pero que Villalobos sintió como un desafío. Elevó la voz. Y Lauro gritó aún más. El roce cotidiano se transformó en disputa.
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Fue entonces cuando apareció Eleadoro Salvador Huachambé, amigo de Lauro. No llegó a favor de ninguno ni a sumarse al pleito: llegó a separarlos, a evitar que la discusión creciera. Pero lo que pretendía calmar terminó atrapándolo también. Los tres hombres quedaron envueltos en un torpe forcejeo, empujándose, tratando de imponerse sin lograr entenderse.
En medio de ese enredo ocurrió lo irreparable: una patada violenta, lanzada con toda la rabia de Villalobos contra León Valencia. Y aquí, las versiones de los hechos se bifurcan: Huachambé diría después a la Policía que la patada la dio Villalobos, de frente, con furia, sin medir las consecuencias.

Villalobos, en cambio, aseguraría que quien lanzó la patada fue Huachambé, que el golpe iba dirigido contra él, y que logró esquivarlo justo a tiempo, haciendo que el impacto cayera “accidentalmente” sobre Lauro. Pero aquella madrugada, nadie pensó en relatos. Solo vieron a Lauro doblarse por un golpe, con un gesto de dolor que congeló el rostro a todos. Se llevó las manos al abdomen y cayó de rodillas. Después, al suelo. El golpe había encontrado un blanco mortal.
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Los vecinos lo levantaron y lo trasladaron al hospital. Llegó consciente, apenas. Los médicos, como siempre, hicieron todo lo posible, pero la violencia del impacto había destrozado sus órganos internos: “estallido visceral” y “hemoperitoneo masivo”. Lauro León Valencia murió horas antes de que Lima recibiera el Año Nuevo 1957.
CANTAGALLO: VIVIR EN LA SOMBRA DE LA CIUDAD
Para comprender la tragedia, había que entender cómo era entonces Cantagallo. A menos de diez cuadras de la Plaza Mayor de Lima, el barrio parecía una isla abandonada por el progreso. Las viviendas, hechas de adobe, esteras y barro, se levantaban junto al río Rímac como si resistieran un ataque constante. El olor de los basurales se mezclaba con la humedad fluvial. El polvo se pegaba a la piel.

No había una escuela ni una capilla. No había agua suficiente ni luz. Solo dos focos eléctricos alumbraban cientos de vidas. En ese vacío, cualquier discusión podía hacerse grande y el miedo podía desatar la rabia. Cualquier noche podía terminar mal.
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Eran pésimas las condiciones de vivienda, sin embargo Cantagallo era un barrio vivo. Allí proliferaban también bodegas humildes, había reuniones de la asociación de pobladores, que buscaban regularizar la propiedad de los terrenos, aunque sin llegar a nada; y los niños corrían entre cerros de arena abandonados por los areneros.
El borde del río Rímac era un recordatorio de amenazas pasadas: en 1932, por ejemplo, una crecida se llevó gran parte de las humildes viviendas. El muro improvisado que los protegía en diciembre de 1956 no ofrecía ninguna garantía. La precariedad alimentaba la tensión, y en un barrio sin luz, la electricidad era tener una especie de poder. Y por eso, un “cable clandestino” podía convertirse en el detonante de una tragedia.

La disputa entre León Valencia y Villalobos no fue una que se daba entre enemigos. Ellos eran vecinos, y la presencia de Huachambé, lejos de agravarla, fue un intento desesperado de evitar lo peor. Pero la violencia irracional, súbita, terminó envolviéndolos. Tras la muerte de Lauro, las versiones se enfrentaron con la misma furia que aquella madrugada. Todos insistieron en lo mismo: Huachambé en el golpe mortal de Villalobos, y este en la patada de Huachambé que esquivó y llegó a dar contundentemente en el cuerpo de Lauro.
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Pero los testigos que observaron desde las sombras supieron la verdad desde el primer día. Ninguno vio a Huachambé atacar. Ninguno lo observó patear a su amigo. Lo vieron separando, conteniendo e intentando proteger. La reconstrucción policial —fría, técnica, implacable— lo confirmó: el golpe fatal fue propinado por Villalobos. Una única patada, lanzada con rabia y sin dirección, bastó para apagar la vida de un hombre que solo intentaba evitar un riesgo para su barrio.
EL ECO DEL CRIMEN DE LEÓN VALENCIA
El 1 de enero de 1957, el diario El Comercio informó sobre la muerte de Lauro León Valencia. Cantagallo amaneció entre el estupor y la resignación. Villalobos había huido tras la agresión. La Policía lo buscaba. Huachambé, devastado, lamentaba la muerte de su amigo mientras repetía su versión, que luego sería confirmada.

Para muchos en el barrio, la tragedia fue más que una pelea fortuita: era la prueba de que vivir en un lugar sin luz, sin servicios, sin Estado, era caminar siempre al borde del riesgo, al punto que una discusión por un cable ilegal había terminado en una muerte.
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Lauro León Valencia murió la ciudad de Lima de los años 50 era dos ciudades distintas: la que brillaba en la avenida Abancay y la que sobrevivía a oscuras, a orillas del Rímac. Su muerte no fue solo un hecho policial. Fue la confirmación de que la modernidad avanzaba para algunos y dejaba atrás a quienes vivían con lo indispensable.
El buen vecino Lauro León Valencia cayó en una de esas grietas que mostraba esa Lima que ya estaba fragmentada. Y Cantagallo —polvoriento y vulnerable— volvió a ser el triste escenario de una tragedia mortal.















