
Mario Vargas Llosa, fallecido ayer a los 88 años, fue mucho más que el autor que llevó la literatura peruana al podio del Nobel. Su obra, que abarca novelas clave como “La ciudad y los perros”, “Conversación en La Catedral” y “La fiesta del chivo”, marcó un antes y un después en la narrativa en español. Pero fuera de los libros, también vivió como personaje de novela. Intelectual militante, político fracasado, duque sin castillo y fanático del Real Madrid, Vargas Llosa no dejó espacio sin explorar ni polémica sin provocar.
Ya sea escribiendo crónicas desde la trinchera política o desde el corazón del espectáculo deportivo, Vargas Llosa atravesó distintas etapas públicas: la del joven rebelde del “boom”, la del académico refinado, la del liberal en guerra con la izquierda y la del personaje mediático casi inevitable. Sin embargo, en los márgenes de esa biografía oficial, existen pasajes menos conocidos donde el Nobel de Literatura se animó a jugar con otras máscaras: cineasta, jurado de certamen de belleza, cronista deportivo.
Estos momentos poco difundidos dicen tanto de Vargas Llosa como sus novelas. Porque allí es donde dejó de ser la figura marmórea de los homenajes y volvió a ser ese joven desobediente que escribía contra la autoridad, aunque esta vez el campo de batalla fuera el set de una película, el jurado de un concurso de belleza o el palco de un estadio. Estas aventuras paralelas no desdicen su obra: la complementan. Y permiten ver al Nobel desde un ángulo inesperado, el del artista dispuesto a jugar, a equivocarse y también a reírse de sí mismo.
Mario Vargas Llosa, el cineasta
El cine fue una de las pasiones más íntimas de Mario Vargas Llosa, pero también una de sus grandes decepciones. Su amor por el séptimo arte era tan profundo como ingenuo, y eso lo llevó a lanzarse al ruedo como director. En 1975, junto al español José María Gutiérrez Santos, codirigió la primera adaptación de Pantaleón y las visitadoras, su novela sobre un militar peruano encargado de organizar un burdel itinerante para calmar los impulsos de sus superiores en la selva.
“Fue una catástrofe. No porque la adaptación fuera mala, sino por mi inexperiencia cinematográfica”, confesó entre risas años después en una conferencia de prensa. Incluso relató que la Paramount le había enviado no solo su contrato como director, sino también un manual para aprender a ser un director.

El elenco internacional incluía al español José Sacristán, la mexicana Katy Jurado, la cubano-mexicana Rosa Carmina y la peruana Camucha Negrete. El rodaje se realizó en República Dominicana, ya que el gobierno peruano no autorizó filmarlo en el país.
La experiencia terminó con la actriz Katy Jurado declaró a la prensa internacional que el escritor había insistido en incluir una escena de “malos tocamientos” con un enano, miles de dólares de escenografía perdida por causa de un tifón y una cinta que años más tarde sería adaptada por Francisco Lombardi. “Juré que nunca más dirigiría una película”, sentenció, y cumplió, Mario Vargas Llosa.

Mario Vargas Llosa, el periodista deportivo
Aunque parezca mentira, el Nobel también supo ejercer de cronista deportivo. En 1982, fue enviado especial del diario El País para cubrir el Mundial de Fútbol en España. No escribió sobre tácticas ni estadísticas, sino sobre el fútbol como fenómeno social. Su mirada capturó desde el fervor en las tribunas hasta el impacto del negocio televisivo y la emoción colectiva desatada por un balón. Para él, el fútbol era “el principal espectáculo de masas del mundo”,
En sus textos no había alineaciones, sino análisis cultural. Escribió sobre Maradona, Paolo Rossi y los héroes populares, pero también sobre la forma en que el deporte moldeaba sociedades y expresaba tensiones. Aquella cobertura no fue un desliz anecdótico: con los años, Vargas Llosa siguió escribiendo sobre el Real Madrid, la Champions League y el lugar del fútbol en la cultura global. El estadio, para él, era otra forma de escenario. Y el balón, un símbolo más de los dramas humanos.

Mario Vargas Llosa, el juez de Miss Universo
En 1982, Lima fue elegida sede del concurso Miss Universo. La gala se celebró en el Coliseo Amauta, entonces el recinto techado más grande de Sudamérica, y reunió a representantes de 77 países. Pero no solo las candidatas llamaron la atención: entre los miembros del jurado, figuraba un nombre que parecía fuera de lugar en una pasarela de lentejuelas y sonrisas ensayadas: Mario Vargas Llosa.
El panel fue una mezcla fascinante de celebridad y extravagancia, digno de un guion que el propio Vargas Llosa no habría podido escribir mejor: la actriz francesa Carole Bouquet, el ilusionista estadounidense David Copperfield, el jugador canadiense de hockey sobre hielo Ron Duguay, la actriz y socialité italiana Ira von Fürstenberg, el pintor Dong Kingman, el actor y cantante Peter Marshall, el legendario productor de teatro David Merrick, el actor italiano Franco Nero, la actriz estadounidense Beulah Quo, la multipremiada actriz Cicely Tyson, y la peruana Gladys Zender, Miss Universo 1957. En medio de ellos, el Nobel en potencia.
Durante la competencia, Vargas Llosa protagonizó una anécdota que rozó lo absurdo: quiso darle a su favorita —la representante de Sudáfrica— un 10.0, sin saber que el sistema computarizado solo aceptaba notas de hasta 9.99. El resultado fue un catastrófico 1.0 que alteró la puntuación total. El error fue tan garrafal que, dos años después, la organización del certamen adoptó el “Sistema Olímpico” de puntuación para evitar incidentes similares.
Por si fuera poco, Miss España —nacida en Gales— declaró para la prensa local que había leído un libro del Nobel y le pareció “terrible” la forma en que escribía. La noche que debía ser de glamour y proyección internacional terminó como otro capítulo inverosímil en la vida del escritor. Porque Vargas Llosa podía ser muchas cosas —novelista, político, cronista—, pero jurado de Miss Universo fue, sin duda, su rol más improbable.
