En agosto del 2021, la salida de Leo Messi del Barcelona afectó durísimamente la economía del club, pero también el flujo de turistas de la capital de Cataluña y, por extensión, las arcas de la comunidad. En un momento en el que la corriente independentista catalana lucía envalentonada, la pérdida de uno de los símbolos mayores de la ciudad (el segundo después de Gaudí en la lista de intereses de los visitantes) representó un bajón moral que al día de hoy no se ha revertido.
Hubo, además, casos impactantes de hinchas para quienes la partida del argentino representó un momento bisagra en sus vidas. Recuerdo a aquel niño de 13 años cuya imagen llorando sin consuelo en las afueras del Camp Nou se hizo viral en las redes sociales. Pero también a los aficionados que quemaron la camiseta blaugrana en la vía pública y declararon su “divorcio” del club culé. Un joven de unos 30 años, que se había tatuado la espalda con la imagen de Messi luciendo la ‘10′ del Barza, anunció que se haría un retoque para ponerle la camiseta del PSG al dibujo del ídolo. Y no olvidemos a ese taxista que prometió ante las cámaras de un reportero que no volvería a ver un solo partido del Barcelona mientras siga como presidente Joan Laporta, el hombre que firmó la desvinculación de Leo.
Refresco estos sucesos –sin hacer la menor alusión a la trayectoria profesional del hoy mediocampista del Inter Miami– solo para que se comprenda la magnitud del personaje que se presentó el miércoles pasado en el Monumental de Ate. Un hombre capaz de alterar la cotidianidad, la economía y el estado de ánimo de una metrópoli de más de un millón y medio de habitantes. No se trata solo del mejor futbolista del mundo (muy posiblemente de la historia), sino de un fenómeno de mayor envergadura para el cual el castellano no ha definido todavía una palabra. Ninguno de los adjetivos que los cronistas pudieran colocar al lado de su apellido resulta suficiente.
Como hincha de la ‘U’, celebro que el equipo Messi haya podido jugar con el bicampeón peruano, pero esa es una alegría minúscula o secundaria comparada con la alegría mayor, la alegría de verdad: la de haber podido atestiguar el suceso, aunque sea a miles de kilómetros de Lima y a través de la pantalla del ordenador. No importa. Lo vi. Sucedió en esta época y lo vi, en vivo y en directo, en la madrugada de Madrid, sabiendo que al día siguiente debía levantarme a las siete a llevar a mi hija al colegio. Nada más terminar de verlo pensé que el partido no había sido solo un amistoso internacional. Se trataba de otra cosa, un evento deportivo, cultural y social, cuyo valor podía apreciarse hoy, pero cuya trascendencia solo podrá medirse en el futuro, exactamente el día en que un nieto nuestro –quizá vestido con una camiseta que lleve en el dorso el nombre del hijo de Thiago Messi– nos pregunte: “Abuelo, ¿dónde estabas el día que Messi jugó contra la ‘U’?”. Y bastará con responder: “Estaba vivo, estaba en el mundo. Y lo vi”.