“En el Perú nunca te aburres” es una frase que hemos escuchado mucho en los últimos años y que describe muy bien cómo se ha conducido nuestra política, por lo menos desde el 2016.
Y es que resulta difícil “aburrirse” cuando los presidentes, en promedio, han durado 1,25 años en la última década; cuando cada fin de semana nos enteramos, vía los noticieros, de un nuevo escándalo de corrupción; cuando las normas antitécnicas, que ponen a todos los peruanos en alerta, son parte de nuestra cotidianidad o, en general, cuando la imprevisibilidad, el cambio repentino de las reglas de juego y la debilidad institucional se han convertido en parte del paisaje.
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De hecho, nos hemos acostumbrado tanto a la inestabilidad, al entretenimiento tóxico de nuestra política, que cuando un presidente es vacado y asume uno nuevo, la moneda permanece estable y el país parece continuar como si nada al día siguiente.
Lo anterior, sin embargo, tiene mucho de ilusión. Los cambios y remezones constantes tienen costos, y más que alegrarnos porque las crisis no nos derrumban –gracias a la fortaleza de nuestros cimientos macroeconómicos y a los mecanismos que ofrece nuestra Constitución para no tocar fondo–, deberíamos ponernos a pensar en todo lo que podríamos lograr si empezáramos a aburrirnos un poco. Y las elecciones del 2026 son una buena oportunidad para optar por ese camino.
No hay que confundir, sin embargo, el aburrimiento con la complacencia. Más que tedio o quietud, lo que debemos buscar es predictibilidad. Empezando, por ejemplo, por algo tan elemental como poder esperar –con razonable seguridad– que el próximo Gobierno complete el período para el que será elegido. Eso, sabemos, no solo exige una relación mínimamente funcional con el Parlamento, sino también el cumplimiento de sus tareas básicas: respetar las leyes, preservar nuestra democracia y proveer servicios básicos, como seguridad ciudadana.
Al mismo tiempo, esto implica poder anticipar resultados similares ante procesos similares. Aquí hablo de reglas de juego claras, verificables y transparentes, de una justicia (judicial y administrativa) que opere por igual con todos y de trámites simples, con tiempos y requisitos que no sorprendan a nadie, pero que cumplan exactamente lo que prometen. En fin, una consistencia institucional que no solo reduzca la arbitrariedad, sino también los costos de operar y vivir en el país.
Con todo esto no me refiero a nada que no exista o que no se pueda lograr. El manejo de la inflación es un ejemplo clarísimo de que esto es posible en el Perú. El Banco Central de Reserva es una institución que opera de manera previsible, guiada por principios técnicos y por profesionales sobrios, que ha logrado un récord tan “aburrido” como valioso: 28 años ininterrumpidos de mantener este indicador en un solo dígito.
Pero esta revolución del aburrimiento no implica, como decía, quedarnos quietos. La posibilidad de cinco años sin crisis sería la base perfecta para que empresas e inversionistas tomen mayores riesgos, innoven con más tranquilidad y apuesten por proyectos que solo florecen cuando apostar por el largo plazo no es un salto al vacío. En consecuencia, también
sería la oportunidad ideal para crecer económicamente, reducir la pobreza y para que el Estado, sin distracciones, pueda entregarse a construir procesos y servicios de calidad.
La decisión es nuestra y, a punto de inaugurar el año electoral, conviene tenerlo en mente.




