domingo, diciembre 21

Toda decisión sobre el uso de los recursos públicos es política. Cuando definimos dónde y cómo invertir en infraestructura, alguien ejerce poder sobre el territorio y los fondos colectivos. Esta realidad nos obliga a preguntarnos: ¿cómo alineamos los incentivos para que a los políticos de turno les convenga planear más allá de su mandato?

La discusión técnica sobre asociaciones público-privadas se concentra obsesivamente en el proyecto como unidad de análisis: adjudicaciones, contratos, garantías. Pero descuidamos dos dimensiones críticas. Primero, la territorial: ¿cómo se inserta cada proyecto en el desarrollo de largo plazo de una región? Segundo, la coordinación entre concesionarios: casos como la estación “aeropuerto” que no conecta con el aeropuerto revelan décadas de descoordinación institucional.

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El Ministerio de Transportes y Comunicaciones perpetúa una economía política perversa: recursos asignados para atender clientelas de corto plazo, no necesidades de largo plazo. Si la reforma de Pro Inversión prospera, podríamos estar ante el embrión del ministerio de obras públicas que el país necesita. Pero esto exige servicio civil con línea de carrera, el elemento que sistemáticamente olvidamos.

La aspiración de Pro Inversión de convertirse en el equivalente del Banco Central de Reserva para las obras públicas es imposible sin profesionales de carrera. El BCR construyó su prestigio sobre décadas de estabilidad institucional. Osiptel y otras instituciones jóvenes intentaron replicarlo en sus respectivos ámbitos de competencia durante sus primeros años. Ese camino requiere continuidad técnica tanto en los funcionarios como en los directivos.

Nuestro régimen tributario para pequeñas empresas genera la proliferación de proyectos pequeños que luego criticamos, porque los responsables políticos tienden a atender a sus clientelas y, cuanto más atiendan, más votos a futuro. Diseñamos incentivos contradictorios y nos sorprendemos del resultado: es como caminar sin amarrarse los pasadores de los zapatos y luego extrañarse cuando se tropieza. Este diseño autosaboteador erosiona la legitimidad estatal y la capacidad democrática para acordar el uso de recursos colectivos.

La solución pasa por dos reformas simultáneas. Primero, establecer mecanismos de coordinación obligatoria entre los concesionarios. Segundo, crear unidades territoriales de planeamiento que articulen proyectos con visiones regionales de largo plazo.

Nadie llega a eventos de política pública por casualidad. Asistir refleja años de decisiones sobre formación y carrera profesional. Esa misma capacidad de planeamiento individual debe recuperarse como sociedad. Necesitamos comprometernos con programas multianuales de desarrollo de infraestructura en los territorios. Sin planificación territorial seria, seguiremos convirtiendo recursos públicos en legitimidad perdida.

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