Pero el fin de la Guerra Fría coincidió con la emergencia de una serie de empresas privadas dedicadas a la tecnología, que tuvieron un ascenso meteórico. Estas gigantes tecnológicas -Google, Meta, Amazon y recientemente OpenAI, por nombrar a las más poderosas- se han vuelto tan indispensables que ya se ha dado una vuelta de tuerca.
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Es decir, si antes el Pentágono era el que daba las directrices y permitía la colaboración de privados para el desarrollo de tecnología militar, ahora son las ‘big tech’ las que tienen el control del desarrollo de la tecnología de vanguardia que necesita el ejército, sobre todo ante la explosión de la inteligencia artificial (IA).
“En comparación con el período de la Guerra Fría, la interdependencia en el desarrollo de la tecnología se mantiene, pero los papeles están invertidos. En IA, el Estado de Seguridad Nacional de EE.UU. está gobernado por unos pocos gigantes del sector privado que no dependen de él para hacer negocios”, escribe la economista argentina Cecilia Rikap, en un artículo académico para la University College London sobre las relaciones entre las ‘big tech’ y el sector de seguridad nacional estadounidense.
“Es importante recordar que Silicon Valley siempre ha contribuido a la defensa de Estados Unidos. Por ejemplo, Palantir, uno de los mayores proveedores del Departamento de Defensa de Estados Unidos, fue fundada por Peter Thiel, el legendario inversor inicial de Facebook y el emprendedor detrás de PayPal y LinkedIn”, señala a El Comercio Roger Darashah, director y fundador de la consultora Latam Intersect, especializada en comunicación internacional. “Por lo tanto, no creo que el sector se esté militarizando repentinamente”, agrega el experto en reputación corporativa de empresas de tecnología.
Si bien no se trata de una colaboración sorpresiva, esta se daba tras bambalinas. La diferencia es que ahora está completamente sobre el tapete, sobre todo por el impulso que le quiere dar el presidente Donald Trump, que está promoviendo jugosos contratos para que las ‘big tech’ tengan injerencia directa en el desarrollo del sector defensa.
Para Rikap, el proceso ha sido progresivo, pero ahora la dependencia se ha profundizado. “Uno de los motivos es el boom de la inteligencia artificial generativa y que este gobierno quiere acelerar a todo nivel. De hecho, Estados Unidos acaba de sacar su AI Action Plan, donde aparece explícitamente la adopción de la IA dentro de todo el aparato militar, y esto va conectado con un contexto geopolítico cada vez más recalentado por las tensiones con China y Rusia”, señala a El Comercio la directora de investigación del Instituto para la Innovación y el Propósito Público (IIPP) del University College London.
OpenAI, Google, Anthropic y xAI (la empresa de IA de Elon Musk) han firmado, cada uno, un contrato por 200 millones de dólares para ayudar a mejorar las capacidades en inteligencia artificial en el sector defensa.

Este cambio ha llegado a tal punto que, en junio, cuatro grandes ejecutivos prestaron juramento como reservistas del Ejército. Se trata del director de tecnología de Meta, Andrew Bosworth; el director de tecnología de Palantir, Shyam Sankar; el jefe de producto de OpenAI, Kevin Weil y Bob McGrew, exdirector de investigación en OpenAI y actual asesor en Thinking Machines Lab, quienes se convirtieron en tenientes coroneles del Destacamento 201, un programa recién creado por el Pentágono que estará encargado de “fusionar experiencia tecnológica puntera con innovación militar”.
Negocio lucrativo
44.500 millones de dólares recibieron entre el 2004 y 2021 las empresas Amazon, Facebook, Google, Microsoft y Twitter (antes de ser adquirida por Musk) en contratos federales con el Pentágono.
En búsqueda de poder
Este impulso va de la mano con el papel cada vez más preponderante que tienen los CEOs de las gigantes tecnológicas en la administración Trump (basta recordar cómo casi todos los ‘tech-bro’ asistieron a su toma de mando y financiaron el desfile militar del pasado 4 de julio) y también con el cambio de discurso que han tenido.
Durante años, las gigantes tecnológicas mantuvieron regulaciones estrictas contra el desarrollo de armas y aplicaciones militares, pero en los últimos años han ido abandonando sus compromisos y modificando sus directrices internas, para así entrar a competir con empresas especializadas en armamento, como Lockheed Martin o RTX.
Meta, la empresa de Zuckerberg, se ha asociado con Anduril -una ‘start-up’ especializada en defensa- para fabricar cascos de realidad aumentada y gafas de combate con IA para los soldados estadounidenses; mientras que Scale AI (que recibirá una inversión millonaria de Meta) ha sido escogida por el Pentágono para realizar las pruebas de los grandes modelos de lenguaje que usará el ejército.
¿Quién regula a quién?
Pero no se trata solo de que estas grandes empresas quieran invertir en la industria de defensa, sino en los riesgos que esto conlleva al desdibujarse la línea que separa lo civil de lo militar, sobre todo cuando se trata de compañías que desarrollan tecnologías que se han vuelto imprescindibles en nuestro día a día y, además, manejan los datos de casi todas las personas en el mundo.
Y se trata de una información altamente sensible en el caso de un conflicto bélico. De hecho, Microsoft reconoció en mayo que, desde que se inició la invasión de Israel en la Franja de Gaza, ha vendido al ejército israelí tecnología avanzada de inteligencia artificial y servicios en la nube, y la ONU ha denunciado que varias empresas de tecnología han contribuido en la recopilación de datos biométricos de palestinos.

“El papel de las empresas privadas en muchos de los conflictos actuales —por ejemplo, Starlink como proveedor de Internet y comunicaciones cifradas a zonas de guerra en Ucrania— está siendo objeto de un escrutinio cada vez mayor. Si bien la colaboración tradicional se ha centrado en la producción mecánica para la llamada guerra cinética, los fabricantes actuales utilizan inteligencia artificial, big data y, en algunos casos, datos personales para desarrollar productos de defensa. Esto supone un claro riesgo reputacional y ético si se delega en organizaciones comerciales, en lugar de en gobiernos responsables”, explica Darashah.
“Para entrenar estos modelos se utilizan datos que son recolectados por estas empresas de manera irrestricta de toda la población y después hacen un proceso de ’fine-tuning’ para acomodar estos modelos para servicios de guerra”, señala Rikap. Y la preocupación no es poca cosa, pues se trata de empresas millonarias a las que se les está dando carta blanca para aumentar aún más su influencia. Para la economista, se trata de un escalamiento del poder: “En la medida en que un gobierno se vuelve cada vez más dependiente de tecnologías provistas por un puñado de empresas, las posibilidades de regular a esas mismas empresas se ven reducidas. Ya lo veíamos con las redes sociales, que son solamente la punta del iceberg”.
Por eso, cada que le pida ayuda a ChatGPT, Gemini o Alexa, recuerde que sus datos pueden entrenar algoritmos cuyos fines no serán tan inofensivos.
Google y la inteligencia israelí
Gracias a un contrato de 1.200 millones de dólares, conocido como Proyecto Nimbus, Google y Amazon acordaron proveer al Gobierno de Israel servicios de almacenamiento y procesamiento de datos en la nube, así como herramientas de inteligencia artificial. Sin embargo, el proyecto fue muy cuestionado por trabajadores de Google que denunciaron que nunca se les informó que el acuerdo tendría un uso militar y sería utilizado por el Ejército de Israel y, por ende, en los ataques en la Franja de Gaza. En el 2024 hubo protestas en varias sedes estadounidenses de la multinacional, que terminó despidiendo a 50 de sus trabajadores.













