Jueves, Octubre 24

Ese año de 1847 fue también el de la introducción en el Perú del “sistema de consignaciones, que consistía en que el Estado peruano daba el encargo a particulares para la explotación de un producto como el “guano” de las islas costeras; y a cambio de ello, los “empresarios consignatarios” retenían un porcentaje de las ganancias, que era mayormente del 5%.

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El Perú vivía en medio de los pleitos entre caudillistas militares, que ya llevaban poco más de dos décadas en luchas y pugnas, tras las victorias en las pampas de Junín y Ayacucho (1824). Solo con el gobierno de Ramón Castilla, el país obtuvo cierto solaz, orden y disciplina fiscal.

En ese contexto, de relativa paz y estabilidad, el diario El Comercio se dio tiempo para dar una importante información médico-científica: la aparición de sustancias anestésicas, usadas para las operaciones en los hospitales y las postas médicas. Era tan vital este elemento para la sobrevivencia de los heridos que el primer uso de esta en el Perú no podía pasar inadvertido para un diario joven que apenas contaba con ocho años de vida para sus lectores.

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El 1 de enero de 1950, El Comercio publicó una nota muy curiosa con el siguiente titular: “Cuando llegó la anestesia al Perú”, firmada por Juan B. Lastres, (Juan Bautista Lastres Quiñones, 1902-1960), un notable historiador y médico peruano, que dedicó su nota “al hombre de letras, Aurelio Miró Quesada Sosa”.

En ella, el doctor Juan B. Lastres daba cuenta de una pesquisa que lo tenía obsesionado: quería saber cuándo se aplicó, cuando se usó la primera anestesia en un área médica del Perú. Así, revisando las páginas de El Comercio de mediados del siglo XIX encontró su respuesta.

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Se sabía que a inicios del siglo XIX, mientras en Hispanoamérica las luchas independentistas contra el yugo español empezaban a fraguarse, la ciencia médica hacía sus avances sin detenerse. De esta forma, alrededor de esos años iniciales del XIX, Humphrey Davy (1778-1829), un notable químico británico, había descubierto la capacidad anestésica del “óxido nitroso” (luego descubriría varios elementos químicos como sodio, potasio, magnesio, calcio, etc.).

Después, en 1842, Crawford Williamson Long (1815-1878), un médico y farmacéutico norteamericano, logró operar un pequeño tumor en la nuca, utilizando el “éter etílico”; y luego incluso operó a su propia esposa con el mismo anestésico con buenos resultados.

Ese periplo hacia una anestesia cada vez más efectiva tuvo su clímax cuando se hizo público su uso en una intervención odontológica, a cargo del norteamericano William Thomas Morton (1819-1868), un odontólogo que utilizó el éter como anestésico, aplicándolo por inhalación.

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Morton realizó su histórica prueba el 16 de octubre de 1846, ante la presencia de una eminencia médica como fue el médico-cirujano norteamericano John Collins Warren (1778-1856), quien al ver completamente anestesiado al paciente de Morton, expresó eufórico a los allí presentes: “¡Señores, esto no es una alucinación!”.

El doctor Lastre se empecinó, a fines de 1949, en descubrir el momento exacto del uso del éter en el Perú. La historia no podía estar sino en los tomos de diario. Tras largas pesquisas, halló su respuesta en las ediciones de 1847. Su empeño investigativo nos hace ir ahora a esas páginas de El Comercio para redescubrir y volver a esos momentos en que la anestesia en el Perú se convertía en una realidad médica.

Desde octubre de 1846, tras el suceso mundial de la operación de Morton en los Estados Unidos, se esperaba una reacción de la prensa en las siguientes semanas. Pero al parecer no ocurrió así. Solo en abril de 1847, las cosas cambiaron. Seis meses después del primer acto público mundial con el éter como insumo anestésico en los Estados Unidos, el Perú fue testigo de otro acontecimiento en una botica del Centro de Lima.

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Días antes, el diario decano había estado en una campaña informativa sobre el uso del éter y su función anestésica y clave en las intervenciones médicas. De esta manera, el 20 de abril de 1847 se informó con el titular “Aspiración del éter” en qué consistía la eficacia de tal “producto químico”. (EC, 20/04/1847)

Se advertía entonces que “para administrar el éter, debe emplearse un Aspirador graduado”. (EC, 20/04/1847). Así la dosis se lograba graduar dependiendo del paciente. Aquel mismo día 20, fueron publicadas también en El Comercio las conclusiones de la discusión de la Academia de Ciencias de París, con fechada del 19 de enero de 1847, en torno a un estudio químico sobre el éter. Era pedagogía periodística de la buena.

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El 22 de abril de 1847, la nota titulada “Efectos del vapor del Éter” dio a los lectores del joven diario (iba a cumplir recién ocho años) la oportunidad de leer la transcripción de un artículo publicado en una revista europea. Una cita de la nota indicaba que “mucho ruido ha empezado a causar el descubrimiento hecho por unos médicos americanos practicada con el auxilio del éter”. (EC, 22/04/1847)

Cinco días después, el 27 de abril de 1847, se volvió a publicar una interesante nota: “Operación quirúrgica veterinaria practicada con el auxilio del ether”, la cual era la traducción de un artículo del “Bell’s Life in London”, del 7 de febrero de ese año. El éter cumplió un papel clave en la tarea del cirujano veterinario Edwin Taylor, quien le hizo una “neurotomía” a una yegua (seccionó un nervio) y posteriormente hizo una “cauterización de los nervios del tren posterior”. (EC, 27/04/1847)

Los acontecimientos se precipitaron ese mismo mes de abril de 1847. Ya para entonces el éter como producto químico llegaba en los barcos provenientes de los Estados Unidos, y así se dio la oportunidad de usarlo. Fue en la tarde del 29 de abril de 1847, cuando un hombre fue llevado de urgencia a la Botica Remy.

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La botica del señor Remy era en la práctica una especie de clínica para la sociedad limeña de esos años. El paciente, un joven criado del Teniente Coronel Manuel Forcelledo, llegó muy mal, quejándose de dolores insoportables en un brazo. ¿Qué había ocurrido? Un durísimo golpe le “fracturó el brazo derecho en dos partes: en el cuello del húmero y en su tercio inferior; de manera que la parte media del hueso tomó una dirección oblicua”. (EC, 03/05/1847)

Era una fractura doble, con esquirla e inflamación severa. Una intervención normal, sin éter, en una situación como aquella, hubiera producido, como indicaba el redactor del siglo XIX, “gritos penetrantes y terribles dolores”. Sin embargo, el éter cumplió a cabalidad su fin anestésico. No hubo ninguna mortificación para el paciente. (EC, 03/05/1847)

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Pero, ¿cuál fue el escenario real? El diario El Comercio lo reveló en una sorprendente crónica. Cuando el doctor Julián Sandoval se alistaba para intervenir, ya tenía listo al adolorido paciente en un asiento:

Sentado este en una silleta, aspiraba el éter de una botella, que tenía en el fondo una esponja empapada de éter sulfúrico: dicha botella estaba armada de dos tubos adaptados a dos aberturas de la parte superior, uno corvo de cerca de dos pies de longitud, y otro recto de doble largo: el primero puesto en la boca servía para la inhalación, y el segundo, al que se aplicaba un fuelle en acción, para formar una corriente de vapor etéreo que saliera por el tubo opuesto”. (EC, 03/05/1847)

Pasaron doce minutos de constante inhalación del éter y ya el paciente daba muestras de estar con la “cabeza pesada”. La crónica del momento señalaba que los párpados del “enfermo” se cerraban, pero no es que estuviera dormido, “se había apoderado de él como una especie de embriaguez”, decía el cronista.

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El cirujano Sandoval no quería correr ningún riesgo. Por ello, optó por pellizcar e hincar con una tijera al paciente y de inmediato preguntarle si le dolía. El paciente asintió aún.; pero Sandoval percibió algo sorprendente para sus ojos no acostumbrados a reacciones de ese tipo: al mover a propósito el brazo fracturado, el “enfermono se quejó en absoluto. Solo fueron segundos en que pasó del dolor insoportable apenas se lo tocaban al relajo, a la nula queja. (EC, 03/05/1847)

Sandoval no lo pensó dos veces: de inmediato actuó sobre la zona afectada. “Se redujo la fractura, manejando el brazo como si se hallaba bueno, se colocó el vendaje, las tablillas y todo en dos minutos, sin el más ligero dolor del paciente”. El hombre fracturado nunca dejó de aspirar el éter durante la operación, contaba el cronista.

El paciente, una vez concluida la intervención quirúrgica, quedó completamente somnoliento, “narcotizado”, solo balbuceaba “algunas palabras y no podía pararse; de cuyo estado solo salió sino después de haberlo sacado al patio par que respirase el aire libre. Vuelto en sí no sabía lo que le había pasado”. (EC, 03/05/1847)

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El doctor Lastres cerró su artículo de 1950 contando que el éter solo fue el comienzo, y que después, como sabemos, llegaría el “cloroformo” (a mediados del siglo XIX también) y luego el “gas hilarante” y así otros anestésicos más. Detalló que los productos anestésicos ayudaron mucho a los cirujanos militares en una batalla como fue el de La Palma, en Miraflores, el 5 de enero de 1855, entre las fuerzas revolucionarias de Ramón Castilla y las gobiernistas de José Rufino Echenique, saliendo triunfante el primero.

Pero también brilló la anestesia atendiendo a pacientes heridos en las numerosas batallas durante las luchas caudillistas de las décadas de 1850 y 1860, incluyendo el Combate de Dos de Mayo contras la escuadra española, la sanguinaria Guerra del Pacífico (1879-1883), la guerra civil de 1895 entre caceristas y pierolistas y así en adelante.

Las anestesias servirían entonces para las pequeñas, medianas y grandes cirugías. Se trataba de una larga historia, pero no debemos olvidar que todo empezó esa tarde del jueves 29 de abril de 1847, donde triunfó la constancia en bien del paciente.

El doctor Juan Bautista Lastres Quiñones publicaría al año siguiente de su nota en El Comercio, su monumental “Historia de la Medicina Peruana”, de 1951, que llegaría a tener tres tomos de arduo trabajo bibliográfico.

En este episodio de Cuenta la Historia, se narran detalles de la construcción de uno de los íconos arquitectónicos de Lima, el edificio del Diario El Comercio.

Para ello, Gonzalo y el abuelo se remontan a 1919, año en que una turba instigada por el entonces presidente Augusto B. Leguía atacó e incendió parte del local donde funcionaba la redacción de El Comercio.

En respuesta, don José Antonio Miró Quesada ordenó construir un nuevo edificio en la misma locación, que sea tan imponente como una fortaleza.

Este año, la casa de El Comercio cumple 100 años de inaugurada y lo celebramos rememorando algunos momentos y personajes históricos que pasaron por ahí.

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