De acuerdo con la ONU, la inteligencia artificial (IA) puede facilitar 134 de las 169 metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Sin embargo, su utilización demanda ingentes cantidades de recursos vitales como energía y agua, además de añadir desechos al planeta por el hardware necesario para sostenerla.
El entrenamiento de modelos como GPT-3, la base del chatbot de OpenAI (ChatGPT), requirió 1.300 MWh, el equivalente al consumo anual de más de 120 hogares. Y eso no es todo: el impacto de su uso diario es significativamente mayor. Se estima que se necesitan unos 1.000 MWh cada día para mantenerla operativa en todo el mundo. Una sola búsqueda en ChatGPT puede requerir diez veces más energía que una en Google.
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Si bien la IA ha demostrado impulsar la agricultura de precisión, mejorar diagnósticos médicos e incluso —por contradictorio que parezca— optimizar el uso del agua y la energía, la paradoja permanece.
Arquitectura añeja
Una de las principales razones por las que la IA consume tantos recursos es que se construye sobre sistemas computacionales diseñados hace décadas. El volumen de datos es tal que resulta físicamente imposible que los procesadores sigan gestionándolos con eficiencia.
En los últimos años, la tecnología pudo sortear el cuello de botella de von Neumann —el incesante tráfico de datos entre la memoria y el procesador— gracias a la Ley de Moore, que duplicaba el número de transistores en un chip cada dos años. Pero ese límite se ha alcanzado: apilar más componentes reduce la superficie disponible para refrigerarlos.
Para funcionar de forma óptima, estos chips requieren procesos de refrigeración que no solo demandan gran cantidad de energía, sino también enormes volúmenes de agua. Un centro de datos promedio puede usar unos 9 litros de agua limpia por cada kWh consumido.
A ello se suma la acumulación de desechos. El incremento de la demanda de IA obliga a fabricar grandes cantidades de hardware que debe renovarse constantemente, generando crecientes volúmenes de residuos electrónicos.

Nuevo paradigma
De poco sirve anclarse en la discusión sobre si debemos adoptar la inteligencia artificial: su desarrollo es inevitable y necesario para mejorar la gestión de recursos. Los esfuerzos deben centrarse en optimizarla.
Y aunque ya se avanza en modelos de IA más ligeros y menos demandantes, la verdadera revolución vendrá no de la optimización del software, sino del hardware.
Es necesario seguir explorando nuevos paradigmas de computación, como la computación en memoria, que busca resolver el cuello de botella de von Neumann diseñando chips donde procesamiento y memoria se integran en un solo componente: los ‘memristores’ son un ejemplo de esta técnica.
La revolución fotónica es otra gran apuesta: propone dejar de usar electrones y sustituirlos por partículas de luz (fotones). Al no tener masa ni generar calor por fricción, un procesador fotónico podría ser miles de veces más eficiente. Aún quedan retos por resolver para lograr su adopción masiva.
Finalmente, se explora la computación analógica: a diferencia de los chips digitales (que operan con 0 y 1), estos sistemas se inspiran en la física de los sistemas naturales para procesar información de forma más fluida, similar a nuestro cerebro.
Una IA más sostenible no solo es una cuestión técnica. La innovación debe ir acompañada de políticas que impulsen su desarrollo. Estamos frente a una tecnología capaz de transformar nuestro mundo para bien, siempre y cuando su progreso avance en la dirección correcta.




