Domingo, Enero 12

Si revisamos los diagnósticos de nuestra casta intelectual (universidades, centros de investigación, “sociedad civil” y ‘think tanks’ “pro-empresa”), nuestro sistema político ha dejado de ser una democracia liberal representativa. Nuestra política se ha “desdemocratizado” (sic). Ha ocurrido una “erosión democrática” a tal punto, que ya estamos oprimidos por un “régimen autoritario”. Originado en un “pacto” cuyo “epicentro” es el Legislativo, el régimen obedece a un “proyecto” malvado, pernicioso, de “mafias” que están al borde de convertir al país en la próxima Nicaragua (sic). No hemos vivido tanto desconsuelo desde finales de los 80, sentencian los más izquierdistas. Seguramente usted, estimado lector –dicen los sesudos–, puede atestiguar vívidamente esta degradación que no solo ha socavado las bases de nuestro régimen político, sino también de nuestro otrora –suponen– “sólido” Estado.

Este tipo de razonamiento no busca entender las causas de tamaña desvalorización del régimen democrático, sino etiquetar a los –supuestos– culpables, aunque esto sea profundamente esquivo. A veces dicen que es el “fujicerronismo” (sic); otros días, que es el “apepismo-porkismo” (sic); algunas veces señalan a una alianza de coordinadoras fascistoides; y otras tantas, dicen que son redes mafiosas omnipresentes. Esta ausencia de tino no es anecdótica, porque normalmente las dictaduras (o los regímenes autoritarios) se basan en la concentración del poder en unos pocos, lo que hace visible al líder y “enemigo de la democracia”. Por más que se ensaye todos los días en la prensa y en la academia criolla, no encontramos evidencia empírica suficiente para identificar al malhechor. No puede ser Dina Boluarte, dada su debilidad multidimensional (política, partidaria, técnica, intelectual), así que debiera ser el Congreso –objeto de tantas denuncias acumuladas– que sigue legislando alejado de las preferencias ideológicas de sus críticos republicanos. Pero ¿cree usted, realmente, que puede haber un pacto político malévolo entre 130 almas y 15 bancadas que día a día cambian de membresía? ¿Puede haber dictadura sin dictador, autoritarismo sin caudillo, historia de terror sin monstruo?

Este tipo de análisis concibe la degradación del régimen político desde el enfoque de la agencia política. No sorprende este simplismo, propio de una cultura política polarizada en la que predomina el pensamiento dicotómico y maniqueo. “Nosotros, los que veraneamos juntos, somos los buenos; los otros –los desconocidos– son los malos”. Razonando así, las soluciones que se plantean también acuden a voluntarismos. Todos los días leemos corajudos llamados a la acción a empresarios, a los ciudadanos-como-uno que bien podrían ya remangarse sus camisas de lino o meter las manos en sus bolsas playeras para invertir en civismo. Se enarbolan cruzadas, se inventan ‘hashtags’. Los más indignados fundan partidos para reconquistar la democracia que nos ha sido “arrebatada” (insisto, ¿por quién?). Mas ¿por qué las propuestas centradas en agentes republicanos no resuelven los problemas de una democracia asaltada por malévolos agentes políticos? Porque los malos diagnósticos producen malas soluciones.

La calidad de la democracia en el Perú se ha resentido por una presión que viene “desde abajo” (nota metodológica: suspenda la carga normativa implícita en el concepto de democracia; con ello va a comprender que, para millones de peruanos, esta no es una prioridad, ni un “trade-off” entre bienes materiales vs. garantías democráticas, como sucede, por ejemplo, en El Salvador, donde un líder autoritario garantiza la seguridad pública, a cambio de restringir derechos civiles). En una sociedad predominantemente informal como la peruana, la corrosión democrática proviene principalmente de aquellas estructuras sociales asentadas en la premisa de que el Estado de derecho es relativo. Para ellas, las normas se cumplen en tanto son funcionales a los intereses (informales) que puedan agregarse; cuando no logran modificarse (de ahí un Congreso “contra-reformista”), simplemente se evaden, se corrompen o se rompen. Este tipo de sociedades no busca un Estado “fuerte”, principalmente por dos motivos. Uno es que el modelo de mercado ha adaptado a los peruanos a una lógica en la que podemos progresar económicamente de espaldas al Estado, al ser este tanto ineficiente como corrupto. Hemos hecho nuestra vida sin el Estado en el horizonte. El otro motivo, muy imbricado con el anterior, razona que a un Estado débil (con políticos efímeros) es más fácil sacarle la vuelta –desde la evasión tributaria, hasta la omisión en la supervisión del cumplimiento de las normas–. Por lo tanto, se impone la lógica, no de concentrar el poder, sino de pulverizarlo.

¿Quién gobierna con un poder pulverizado por la propia dinámica social? Aquellos sectores que tratan de establecer provecho e impunidad (como quienes logran cabildear con el Legislativo y el Ejecutivo para el mantenimiento de la transitoriedad en la minería de baja escala, o para hacer permanente el licenciamiento universitario, por dar solo dos ejemplos). El problema más serio con este esquema es que es totalmente beneficioso para actores criminales, desde aquellos más aceptados socialmente (contrabando), hasta los que atentan contra la misma sociedad (narcotráfico). Se ha producido, “desde abajo”, una erosión del funcionamiento de las instituciones estatales (su impacto en el régimen político es posterior), una erosión popular.

La erosión popular es una fase superior del desborde popular, pues la informalidad ha dejado de ser exclusiva de sectores marginales y empobrecidos, y ha parido sus propias cúpulas económicas y políticas (la “lumpenburguesía” que bien definió Hugo Neira), las que usufructúan no solo de la debilidad estatal, sino también de la hiperfragmentación partidaria. Ni son agentes revolucionarios –como creía la izquierda–, ni libertarios en potencia –como soñaba la derecha–. Su enfrentamiento cotidiano con el Estado no es ideológico; su capitalismo es más salvaje, no por neoliberal, sino porque rompe los contratos democráticos. En este ecosistema, sus élites compiten por parcelas de poder pulverizado, pues no están diseñadas para pactar, pero sí para convivir. Otorgarán sus votos a los más radicales anti-’establishment’, no porque crean en “la redistribución social” o “defiendan a la familia”, sino porque prometen perpetuar la informalidad a través de “asambleas constituyentes” o, simplemente, tumbando peajes. Mientras ello sucede, nuestra casta intelectual sigue esperando al “caudillo institucionalista” (sic) que tanto anhela. Un milagro republicano para este verano que calienta.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

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