Lunes, Noviembre 25

A la vanguardia de la intrépida expedición se encontraba Thor Heyerdahl (1914-2002), un biólogo, etnólogo y geógrafo noruego que se había sumergido en los misterios de la antropología polinesia. Para dar vida a su visión, este estudioso del mar se asoció con avezados marineros de su tierra natal, compartiendo innumerables horas en alta mar para desentrañar los secretos que ocultaba el océano Pacífico.

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En sus años juveniles, Heyerdahl, entonces con 32 años, había explorado las islas Marquesas y Tahití entre 1937 y 1938. Incluso, eligió una de estas paradisiacas locaciones para su luna de miel, forjando conexiones invaluables con los líderes indígenas. En este contexto de fascinación, surgió en él una pregunta transcendental: ¿Cuál fue el origen de la civilización que habitaba estas tierras lejanas? Un cuestionamiento que se convertiría en la chispa que encendió la llama de una odisea destinada a cambiar la historia de las exploraciones marítimas.

Sumergiéndose en los mitos y las leyendas polinesias, el noruego Heyerdahl desentrañó un hilo de narrativas que apuntaban hacia el este como la cuna ancestral de estos pueblos. El incansable investigador, guiado por la curiosidad y destreza de un detective cultural, se embarcó en el análisis de las culturas del sur de América. A medida que escudriñaba, Heyerdahl descubría fascinantes coincidencias en métodos de cultivo y rasgos compartidos en la organización social y religiosa.

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En el manto de mitos, surgió una figura semidivina, Kon Tiki, cuya leyenda cuenta que llegó a las islas desde el este para impartir nuevas formas de vida. La mente aguda de Heyerdahl tejió una hipótesis audaz: ¿podría el origen de los pueblos polinésicos remontarse a América, o al menos, haber recibido una profunda influencia de los lejanos pueblos de América del Sur en una era preincaica para nuestros estándares?

En el horizonte de la antigua navegación peruana, la única ruta hacia aquellos territorios distantes era a través de balsas, un medio comúnmente empleado en los siglos previos a la Era Cristiana. Heyerdahl no solo construiría una balsa para poner a prueba su teoría, sino que se lanzaría a las aguas del Pacífico en la épica travesía de la Kon Tiki, buscando desentrañar las conexiones ocultas entre dos mundos separados por un océano.

En la mente visionaria de Heyerdahl, la balsa de la expedición tomaba forma; un ambicioso proyecto que requería no solo ingenio sino también financiación substancial. Tras asegurar el respaldo financiero necesario, el líder noruego reclutó a cinco expedicionarios, cada uno con habilidades distintivas y la valentía necesaria para afrontar el desafío que se avecinaba.

Este intrépido grupo, encabezado por Heyerdahl, incluía al hábil navegante y pintor noruego Erik Hesselberg (1914-1972), responsable de inmortalizar la Kon Tiki en la vela con sus trazos. Knut Haugland (1917-2009), un experto en radio y condecorado soldado británico en la Segunda Guerra Mundial, aportaría sus habilidades cruciales en las comunicaciones.

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Torstein Raaby (1920-1964), otro veterano de las transmisiones radiales y exsoldado de la Segunda Guerra, además de oficial de la marina noruega, fortalecería la capacidad técnica del equipo. Como segundo al mando, Herman Watzinger (1910-1986), ingeniero especializado en mediciones y registro de informes meteorológicos e hidrográficos, completaba la formación.

El toque sueco en este variopinto conjunto lo aportaba Bengt Danielsson (1921-1997), un sociólogo pelirrojo encargado de las provisiones y también el traductor oficial, pues dominaba perfectamente el español. Así, armados con una diversidad de habilidades y determinación, este ecléctico equipo estaba listo para escribir un nuevo capítulo en la historia de las exploraciones.

Bajo la dirección experta de Watzinger, la construcción del Kon Tiki se convirtió en un épico ballet de ingeniería. Sin recurrir a clavos ni alambres, la balsa comenzó a tomar forma gradualmente, mientras sus intrépidos tripulantes se sumergían en los preparativos cruciales para su propia odisea.

La esencia del Kon Tiki radicaba en la fusión de nueve robustos troncos de balsa, entrelazados con habilidad mediante resistentes sogas de cáñamo. Cada tronco, majestuoso en su dimensión, medía 14 metros de longitud y 60 cm. de diámetro, creando una estructura imponente.

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Transversalmente, se ajustaron otros troncos de balsa, de aproximadamente 6 metros de largo y 30 cm. de diámetro, dejando espacio estratégico de un metro entre ellos. La robustez de la balsa se vio reforzada con tablas anchas de pino, confiriendo estabilidad a la maravilla flotante.

En un toque personal y tal vez supersticioso, cada miembro de la tripulación inscribió su nombre en uno de los troncos, un gesto que resonaba con tradiciones atávicas y que, sin duda, simbolizaba más que simples marcas. No obstante, en términos prácticos, la seguridad de la tripulación encontraba refugio en una pequeña caseta, una especie de tambo, estratégicamente ubicada en un lateral de la embarcación. Allí, resistieron las inclemencias del tiempo, creando una conexión tangible entre la travesía y aquellos audaces aventureros que desafiaban los elementos en nombre del conocimiento y la exploración.

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El sol despertó en el horizonte del lunes 28 de abril de 1947, y junto con él, la vela adornada con la figura del Dios del Sol ondeaba en la famosa balsa Kon Tiki. Los nórdicos, arquitectos de su propia aventura, ya se encontraban a bordo de la emblemática embarcación. Mientras el mediodía cedía su paso a la tarde chalaca, la expectación crecía, y la tripulación se alistaba para el inminente zarpe hacia lo desconocido.

Ese mismo día, la edición vespertina de El Comercio narró los momentos previos a la travesía. El buque de la Armada Peruana, el ‘BAP Guardián Ríos’, asumió el rol de guía, remolcando al Kon Tiki desde las cinco de la tarde, adentrándose más de 200 millas mar adentro. Testigos de aquel instante aseguraron que los primeros minutos de la balsa en solitario fueron como el avance pausado de una tortuga, pero pronto, la embarcación cobró velocidad, acariciada por los vientos propicios.

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Horas antes de la partida, Heyerdahl, ante la prensa limeña, había afirmado con convicción que alcanzarían con seguridad la cálida isla de Tahití, su destino final. En el primer puerto peruano, la atmósfera era una amalgama de entusiasmo, admiración y escepticismo, una sinfonía de emociones que resonaba en cada rincón del Callao, mientras la Kon Tiki se preparaba para enfrentar las aguas del Pacífico en busca de respuestas que desafiarían los límites del conocimiento y la valentía humana.

Eran 4.000 millas de incertidumbre, un desafío monumental que aguardaba a la frágil nave en su travesía por el inmenso Pacífico. En esas aguas, conocidas por sus tormentas despiadadas, corrientes impredecibles, y vientos traicioneros, la Kon Tiki se enfrentaría a una naturaleza indómita que no cedía ante la audacia humana. La amenaza palpable de tiburones añadía un toque de peligro constante, intensificando la tensión en esos corazones nórdicos.

El diario Decano, voz de advertencia ante la temeridad de la empresa, destacaba el desafío adicional de sortear la Corriente de Humboldt a remo. Esta fuerza natural, llevándolos inexorablemente hacia el norte, impondría a la tripulación el desafío de buscar corrientes más propicias en esa encrucijada vital para alcanzar su destino.

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La previsión no era ajena a la empresa. La tripulación del Kon Tiki llevaba consigo un tesoro de víveres, hábilmente protegidos por un “material impermeable”, según informaba El Comercio. En este ajedrez estratégico con la naturaleza, Heyerdahl se tomó un momento para responder a una pregunta crucial de un periodista, un momento que resonaría en la narrativa de esta epopeya en el océano:

¿Qué les puede suceder?, le interrogó.

– Una balsa no puede hundirse y si se voltea es igualmente plana por ambos lados. Todo lo que tenemos que hacer es volver a encaramarnos y aferrarnos a ella.

-¿Y las tempestades?, inquirió otro reportero.

– Ninguna dura más de dos o tres días, contestó, impávido.

En un instante fugaz, la prensa capturó las últimas palabras de la tripulación, un eco cargado de determinación y expectativas. Heyerdahl dijo con firmeza: “Voy a comprobar mi teoría”, una declaración que resonaba con la audacia de desafiar los límites del saber. Watzinger, más precavido, expresaba su esperanza: “Espero que la balsa resista”, encarnando la cautela en medio de la empresa arriesgada. Hesselberg, el optimista del grupo, dejaba escapar con confianza: “Llegaremos a la meta”, un vaticinio que flotaba en un aire aún cargado de incertidumbre.

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Otro miembro de la tripulación, Haugland, resumía la experiencia por venir como “una aventura interesante”, mientras que Danielsson, con la esperanza en sus palabras, manifestaba: “Espero obtener buenos resultados”.

El 28 de abril de 1947 y en los días sucesivos, la comunicación radial con la nave se convirtió en un hilo vital que conectaba el Kon Tiki con los Estados Unidos, Gran Bretaña, Noruega y Suecia. Desde estos puntos, atentos, se monitoreaban las incidencias de la aventura marina, marcando una red global de interés y apoyo a este audaz experimento en el corazón del Pacífico.

Más de 100 días, un centenar de jornadas encerrados en la vastedad implacable del océano Pacífico. Los nórdicos, desafiando a las tormentas colosales, enfrentándose a vientos que rugían con furia y siempre con la amenaza silenciosa de los tiburones acechando en las profundidades. En el punto crítico, la tripulación dejó que la voluntad del Kon Tiki marcara la ruta, sus propios brazos exhaustos ya no daban más de sí.

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En el fragor de la lucha contra los elementos, la balsa milagrosa desafió la expectativa, negándose a sucumbir en las profundidades azules que en algún momento amenazaron con tragársela. En cambio, comenzó a deslizarse casi en armonía con el insondable mar, llevando a Heyerdahl y su intrépida tripulación a superar el desafío monumental que se les presentaba. Tres meses y medio de hazaña incansable, hasta que, finalmente, la pequeña embarcación tocó tierra firme.

En el atardecer de esta epopeya flotante, los seis hombres del Kon Tiki emergieron en Raroia, un atolón en el archipiélago de Tuamotu, en la exótica Polinesia francesa. La imagen que ofrecían era la de hombres semidesnudos, cabellos largos ondeando en el viento, casi irreconocibles.

Para aquellos que fueron testigos de su llegada, seguramente experimentaron una epifanía: aquellos esmirriados hombres emergiendo del océano parecían personajes salidos de sus propios relatos legendarios y mitológicos.

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Las crónicas de la audaz travesía quedaron plasmadas en las páginas inmortales de “La expedición de la Kon Tiki” (1951), obra maestra escrita por el mismo Thor Heyerdahl. Este relato trascendental, convertido en un auténtico bestseller, atravesó barreras lingüísticas siendo traducido a 66 idiomas, y su impacto se multiplicó con un documental que se alzó con un preciado Óscar en 1951.

Dentro de las líneas de este libro, Heyerdahl desgrana con maestría las noches en alta mar, revelando cómo algunos de los expedicionarios se aventuraban en el pequeño bote de goma amarrado al costado de la balsa para presenciar su danza constante en las aguas tumultuosas.

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Se levantaban por todas partes olas negras como montañas de carbón y una centelleante miríada de estrellas tropicales arrancaba un desmayado reflejo del plancton en el agua. El mundo era simple: estrellas en la oscuridad. Que fuera el año 1947 antes o después de Cristo, pronto careció de significado alguno”, relató Heyerdahl con una prosa que transporta a los lectores a la magnitud de esa experiencia única.

A pesar de las dudas sembradas por la teoría de Heyerdahl y las posteriores negaciones científicas sobre el origen americano de las Polinesias, la historia de Kon Tiki permanecerá grabada en la memoria colectiva. Un legado que va más allá de las páginas de un libro, trasciende el tiempo y resuena como un eco eterno de la valentía humana que desafió, en su momento, los límites de lo conocido.

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