
Con su camiseta del olvidado club de Primera Pirata FC, sus zapatos de trail running y esas manos que han cultivado la tierra desde que era un niño. el señor Rafael Alcalá apagó el televisor y salió muy temprano a caminar por las ruinas de Catapalla, Lunahuana, altura del kilómetro 46 de la carretera a Cañete. Se puede llegar allí en caballo o en cuatrimoto. Hacía un sol que incinera pieles y despinta gorritos. Era el 7 de junio del 2005, día de la bandera, y el señor Alcalá, entonces unos 45 años, se detuvo delante de un montículo de tierra ocultó entre piedra caliza y botellas de gaseosa. Ya se sabe: en el Perú sobra basura y faltan tachos. Hasta ese día, Lunahuana era conocido a nivel nacional por tres razones iguales de poderosas y turísticas:
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1. El Río Cañete, que puede ser observado desde el mirador de la Plaza de Armas, e imaginarse haciendo canotaje.
2. El complejo Arqueológico de Incahuasi. Un complejo incaico construido alrededor de 1438 en el reinado del inca Pachacuti.
3. El olor a uva recién pisada que se percibe aún más camino al Hotel La Confianza, el precioso hotel boutique más visitado de la región, montado donde antes era antigua bodega de pisco ubicada en el anexo de Catapalla que data de año 1908.
Además…
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Para más información y reservas, visite: www.laconfianza.com.pe o comuníquese al +51 968 213 093
Lo que el señor Rafael Alcalá no sabe es que ese 7 de junio del 2005, reinventó la mirada del turista sobre Lunahuaná. Debajo de ese montículo de tierra, y en un descanso profundo al que solo su cabello se rebeló, una momia petrificada, envuelta en una manta de reminiscencias incas, dormía sin que nadie la perturbe. Había sido saqueada. Tu tumba profanada, huaqueda, otro deporte nacional. Alcalá le puso de nombre Katherine, y meses después buscó a la municipalidad para que puedan protegerla. Katherine de Catapalla. Según el quechua, Katherine de las mujeres bellas, elegidas.
La tradición vitivinícola de Lunahuana -que tan bien marida con sus camarones de río- tiene un paraíso aquí, en el Hotel La Confianza, desde donde se podría hacer una larga lista de beneficios para el cuerpo y el alma, pero elegiré solo el más caro, el más lujoso, el inalcanzable: paz. La breve descripción en su sitio web no le hace suficiente justicia a este refugio a solo 3 horas de Lima. Ni siquiera los reels de TikTok. Cierro los ojos y vuelvo: el olor a uva recién pisada, el chilcano en la terraza frente al Río Cañete rugiendo, el agua tibiecita de la piscina a las 7 p.m., los árboles desde donde sale la música de los colibríes. Juan Pablo Zolezzi, CEO de La Confianza Hoteles, dice: “Yo quería un jardín de colibríes, soñaba con eso para mi familia”. Una mañana, mientras hacía bicicleta -digamos que es el verano del 2008-, se topó con una pared que, lejos de detenerlo, le abriría otro camino: era un viejo tabique que decía “Elaboración de vinos La Confianza”. Cuando dio la vuelta, encontró algo más imponente aún: una vieja puerta colonial de lo que había sido, hacia 1908, la antigua bodega La Confianza.
Luego de conversar semanas con la familia Máximo Rivas, Zolezzi, que hoy está en la selva intentando concretar un nuevo sueño -la sede oriental de su hotel-, convenció a los señores de vendérsela, no sin antes hacer una promesa:
Nunca cambiar ni la fachada ni la bodega de muro coloniales que había encontrado. Y aunque no se los dijo, se tatúo el número que encontró grabado en un horno, como prueba de infinita gratitud al lugar donde, no solo ya construyó una preciosa casa para ir a descansar los huesos, sino que ha visto crecer en estos años con el cariño, devoción y el insomnio, en cantidades iguales, que se tiene a un hij@. O para decirlo en sus palabras, que él le ha tenido a su hija.
Hospedarse en La Confianza y luego, desde esta base de operaciones donde hay luz, internet, desayuno glorioso y almuerzo cinco estrellas -pero no TV en los bungallows, sana decisión- ir a caminar sus trochas y su pasado con la única intención de llegar hasta la momia Katherine, esa moza de 18 años que habría sido enterrada con otras cuatro mujeres, dejarle un regalo, un pili mili, unos lentes de quinceañera, un reloj y tantos otros parecidos obsequios que cuelgan en las paredes de carrizo que la protegen y, según la creencia en Catapalla, Lunahuana, ganarse así su protección. Nunca viene mal una ayudita más.