
El Inti Raymi, la antigua Fiesta del Sol que celebraban los hijos del Tahuantinsuyo, se representó ese domingo 22 de junio de 1986 frente a una tribuna medio vacía.
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La fecha, inusual —dos días antes del 24 de junio tradicional—, fue una estrategia frente al calendario futbolero, aunque no logró competir con los cuartos de final del mundial de México 86. “El mundial nos quitó mucha gente”, murmuró, resignado, uno de los organizadores.

Aun así, hubo calor. No el del sol abrasador del Cusco, sino el calor humano de los centenares de bailarines y músicos que ofrecieron su arte con convicción y cariño. Jóvenes, adultos y niños, muchos de ellos hijos de migrantes andinos, danzaban como si Qosqo estuviera a unos metros del mercado de la avenida Manco Cápac.
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Sus trajes brillaban en rojo, ocre y dorado, como si el mismo Inti los mirase desde las alturas. En ese ambiente entre digno y solemne, el inmutable Darío Montalvo Llaco volvió a encarnar al Inca. Lo hacía desde hacía dos décadas.

Su figura emergió con dignidad entre más de doscientos guerreros y más de cien ñustas, todos ataviados con vestuarios vistosos y cuidados, pese a la precariedad de los recursos. Era, en cierto modo, un acto de fe: escenificar la gloria de una civilización quebrada, pero nunca vencida.
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Los cuatro Suyos, cada uno con sus wifalas, llegaron bailando desde los alrededores del estadio. La ceremonia fue rigurosa. Hubo danzas guerreras, cánticos, rituales, movimientos coreografiados que, más que espectáculos, fueron una ofrenda.

En otro rincón de la ciudad —el Parque de las Leyendas, en el distrito de San Miguel—, otras “embajadas” folclóricas celebraban a su manera, con más público y más baile popular. Pero en Matute, aunque con menos testigos, la simbología fue potente y contagió a la escasa concurrencia.
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No era la primera vez que la capital peruana acogía esta ceremonia: desde 1964, el Inti Raymi, cuya fiesta empezó a representarse en el Cusco desde 1944, había encontrado escenarios limeños —primero el Teatro Municipal, luego el Estadio Nacional— gracias a la Sociedad de Arte Folclórico de Danzas del Tahuantinsuyo.

Sin embargo, aquella edición de 1986 en la cancha de Alianza Lima parecía tener un eco distinto: como si las piedras invisibles del otro Estado Inca se hubieran alineado brevemente con las tribunas del joven estadio.
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Esa tarde, entre danzas y saludos al Sol, no importó que no estuviéramos en el “ombligo del mundo”. Por unas horas, el Cusco bajó a Lima. Y en La Victoria, como en los Andes, el Inca volvió a hablarle al cielo.
