La reciente decisión del Pleno del Congreso de aprobar una ley para eliminar el enfoque de género en las políticas públicas, reemplazándolas por el de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, es un retroceso que, en materia laboral, amenaza con perpetuar dos décadas de estancamiento. La igualdad de oportunidades formulada en abstracto y sin reconocer las barreras sociales específicas que enfrentan las mujeres, es una consigna cómoda: luce imparcial, pero carece de instrumentos para corregir desigualdades reales.
Nuestro mercado de trabajo ofrece evidencia contundente de por qué un enfoque neutro no es suficiente para avanzar en dirección a la igualdad. La participación laboral femenina se ha mantenido estancada en veinte años: de acuerdo con datos de la Encuesta Permanente de Empleo Nacional (EPEN), en 2023, la tasa de actividad de las mujeres fue de 62% frente a 78,4% en hombres, un diferencial que apenas se ha reducido respecto de 2004. La brecha salarial tampoco cede. En el mismo periodo, las mujeres ganaron, en promedio, 27% menos que los hombres, muy cerca del nivel de hace veinte años. La calidad del empleo tampoco escapa al patrón: el subempleo afecta al 55% de las mujeres frente al 38% de los hombres, y la informalidad a 73% de ellas frente a 69% de ellos. Nada de esto es nuevo; todo confirma un cuadro de desigualdades estructurales persistentes.
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¿Por qué importa el enfoque de género? Porque nombra y enfrenta las barreras que la igualdad de oportunidades abstracta invisibiliza. El origen de esta desigualdad se encuentra en la asignación inequitativa del trabajo doméstico y de cuidados, cuya responsabilidad sigue recayendo desproporcionadamente en las mujeres: la última Encuesta Nacional de Uso de Tiempo (ENUT) revela que en 2024 ellas dedicaron en promedio 35 horas semanales a estas tareas, más del doble que los hombres, y en la etapa de mayor productividad (31 a 40 años) ese tiempo sube a 45 horas. La maternidad tiene un efecto expulsor: 40% de las trabajadoras dejan el empleo tras su primer hijo y, una década después, 41% no regresa.
Este reparto desigual no es neutral, condiciona la participación de las mujeres en el mercado de trabajo, y cuando acceden a éste se proyecta en el sector, ocupación y calidad del trabajo en que lo hacen: las mujeres se concentran en los sectores de servicios y comercio, y el 70% trabaja en microempresas de 1 a 5 personas, sectores y empresas de mayor informalidad y menor productividad e ingresos.
Un diseño de políticas públicas ciego al género no prevé la posibilidad de implementación de medidas específicas: un sistema nacional de cuidados con cobertura y horarios compatibles con la jornada laboral; licencias parentales corresponsables; modalidades de trabajo flexible y formal con acceso a la seguridad social; metas de inserción femenina en sectores de alta productividad; compras públicas con criterios de paridad; inspección efectiva contra la discriminación y transparencia salarial.
Sustituir el enfoque de género por una fórmula genérica no hará más justas nuestras políticas de empleo; las hará, en el mejor de los casos, irrelevantes. Negar el enfoque de género es negar la evidencia. Y sin evidencia, las brechas que nos acompañan desde hace más de veinte años seguirán donde están: intactas.




