viernes, diciembre 12

La reciente decisión del Pleno del Congreso de aprobar una ley para eliminar el enfoque de género en las políticas públicas, reemplazándolas por el de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, es un retroceso que, en materia laboral, amenaza con perpetuar dos décadas de estancamiento. La igualdad de oportunidades formulada en abstracto y sin reconocer las barreras sociales específicas que enfrentan las mujeres, es una consigna cómoda: luce imparcial, pero carece de instrumentos para corregir desigualdades reales.

Nuestro mercado de trabajo ofrece evidencia contundente de por qué un enfoque neutro no es suficiente para avanzar en dirección a la igualdad. La participación laboral femenina se ha mantenido estancada en veinte años: de acuerdo con datos de la Encuesta Permanente de Empleo Nacional (EPEN), en 2023, la tasa de actividad de las mujeres fue de 62% frente a 78,4% en hombres, un diferencial que apenas se ha reducido respecto de 2004. La brecha salarial tampoco cede. En el mismo periodo, las mujeres ganaron, en promedio, 27% menos que los hombres, muy cerca del nivel de hace veinte años. La calidad del empleo tampoco escapa al patrón: el subempleo afecta al 55% de las mujeres frente al 38% de los hombres, y la informalidad a 73% de ellas frente a 69% de ellos. Nada de esto es nuevo; todo confirma un cuadro de desigualdades estructurales persistentes.

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¿Por qué importa el enfoque de género? Porque nombra y enfrenta las barreras que la igualdad de oportunidades abstracta invisibiliza. El origen de esta desigualdad se encuentra en la asignación inequitativa del trabajo doméstico y de cuidados, cuya responsabilidad sigue recayendo desproporcionadamente en las mujeres: la última Encuesta Nacional de Uso de Tiempo (ENUT) revela que en 2024 ellas dedicaron en promedio 35 horas semanales a estas tareas, más del doble que los hombres, y en la etapa de mayor productividad (31 a 40 años) ese tiempo sube a 45 horas. La maternidad tiene un efecto expulsor: 40% de las trabajadoras dejan el empleo tras su primer hijo y, una década después, 41% no regresa.

Este reparto desigual no es neutral, condiciona la participación de las mujeres en el mercado de trabajo, y cuando acceden a éste se proyecta en el sector, ocupación y calidad del trabajo en que lo hacen: las mujeres se concentran en los sectores de servicios y comercio, y el 70% trabaja en microempresas de 1 a 5 personas, sectores y empresas de mayor informalidad y menor productividad e ingresos.

Un diseño de políticas públicas ciego al género no prevé la posibilidad de implementación de medidas específicas: un sistema nacional de cuidados con cobertura y horarios compatibles con la jornada laboral; licencias parentales corresponsables; modalidades de trabajo flexible y formal con acceso a la seguridad social; metas de inserción femenina en sectores de alta productividad; compras públicas con criterios de paridad; inspección efectiva contra la discriminación y transparencia salarial.

Sustituir el enfoque de género por una fórmula genérica no hará más justas nuestras políticas de empleo; las hará, en el mejor de los casos, irrelevantes. Negar el enfoque de género es negar la evidencia. Y sin evidencia, las brechas que nos acompañan desde hace más de veinte años seguirán donde están: intactas.

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