Jueves, Diciembre 26

Para entender a Fabian Dittrich (1981, Detmold, Alemania) hay que conocerlo. Yo lo conocí en el año 2015 cuando le hice una entrevista por lo que prometía ser una historia asombrosa: un emprendedor, aburrido del trabajo de oficina, decidió convertir una Land Rover en una oficina móvil en la que seguía trabajando remotamente mientras que, por otro lado, buscaba startups para ayudarlas a desarrollarse. Eran tiempos locos para este alemán que recorrió África de norte a sur y Sudamérica de sur a norte. Hasta que decidió parar, respirar. Y luego, aguantar la respiración.

Un día, hace pocos años, Fabian decidió comprar una casa en Montenegro, frente a una playa rodeada de montañas y practicar apnea, que no es otra cosa que aguantar la respiración durante períodos prolongados. Es un deporte que tiene muchas variantes: se puede hacer en horizontal o en vertical; con dos aletas o monoaleta. Pero la meta es siempre la misma: llegar a la mayor profundidad posible mientras adaptamos nuestro cuerpo para lograr la tarea antes de que se acabe el aire. También es lo que dice Fabian como broma: “Es una meditación forzada de 0 a 100 en un segundo con la penalidad de pérdida de conciencia si no lo haces bien”.

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Cuando uno ve videos de la inmersión deportiva en vertical, que es la que practica Fabian, ve siempre lo mismo: el apneista está en la superficie, acostado sobre una boya, tratando de relajarse. “Cuando estás en la superficie, acostado, tienes que bajar tu ritmo cardiaco y prepararte para la inmersión y tienes que estar muy calmado”. Solo hay dos minutos para hacerlo antes de sumergirse. Y cuando empieza, la calma chicha que uno experimenta a través de la pantalla contrasta con lo que vive quien se sumerge y con lo que experimenta su cuerpo.

Fabian Dittrich acaba de convertirse en el récord alemán de apnea. / Fabian Dittrich

En primer lugar, cada cosa que tu cuerpo haga conlleva un gasto de energía. Cuando el apneista decide iniciar la inmersión no tiene nada que lo vincule al mundo. Los únicos implementos que usa son una pinza en la nariz, aletas -en algunas modalidades- y una cuerda con un peso que estará siempre frente a él y lo guiará hacia el fondo, pero no está conectada a su cuerpo. El solo seguir esa cuerda con los ojos es un gasto de energía y, en consecuencia, de oxígeno. Los apneistas aprenden a desenfocar su mirada para que sus ojos no se muevan. En algunas disciplinas, incluso, el submarinista solamente puede tocar la cuerda para ayudarse a impulsarse hacia abajo. Al menos los primeros metros. A los 50 metros Fabian entra en una caída libre.

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“No tienes que bucear para aprender a bucear. Puedes estar en la cama y visualizar el buceo. Yo tengo grabado un audio en tiempo real donde hablo de lo que hago en las distintas fases de la inmersión y escucho este audio mientras aguanto la respiración en la cama y hago todo lo que debo hacer en mi mente”, nos cuenta Fabian.

A los 50 metros, dice Fabian en ese audio que escucha todos los días, “ya no tienes flotabilidad positiva, el océano te succiona hacia abajo y no haces nada, solo eres como un cohete que no hace nada, que solo usa manos y pies para mantenerse paralelo a la cuerda”. Ahí es cuando desenfocan su mirada. “Y te vas a otro mundo, hacia un Nirvana, es la absoluta conciencia sobre el presente”.

Mientras desciende, como cuando una persona se le tapan los oídos en un avión, Fabian tiene que tratar de expulsar aire por la nariz tapada por las pinzas para reducir la presión sobre los tímpanos, mientras que su cuerpo empieza a ralentizar todos sus sistemas poco a poco para evitar el colapso: se reduce el ritmo cardiaco, en unos casos tan bajo como 20 latidos por minuto, los vasos capilares se contraen por la presión y envían sangre solo a los órganos vitales, su bazo se contrae y la sangre migra hacia los alveolos pulmonares solo para evitar un posible daño pulmonar. “Hacia los noventa metros tus pulmones son del tamaño de una naranja”. Pero en su cabeza solo está el ahora.

Fabian había llegado a 96 metros por debajo de la superficie. Era su mejor marca usando una aleta grande que ocupa sus dos pies. La segunda mejor de Alemania. Su cuerpo ha cambiado. En competencia, el apneista anuncia cuánto va a sumergirse y hasta allá llega la cuerda que lo mantendría en contacto con la superficie. Hasta cierta profundidad, hay apneistas de soporte, pero ahí, al final de ese cordón umbilical solo queda estirar el brazo, tomar un ticket que indica que llegó a donde debía e iniciar el giro hacia arriba. “Visualizo la ecualización de los oídos, visualizo cómo hago el giro al final de la cuerda, visualizo cómo me siento, en qué pienso. Es como aprender a tocar la guitarra. Puedes visualizar los acordes y donde están tus dedos y tocarás mejor. La parte mental es más importante que la parte fisiológica. Mentalmente hay que estar en el presente sin pensar en lo que pasa en cinco segundos. Es el ‘ahora total’, como nunca lo he sentido”.

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Subir es quizás la parte más desafiante. Con un cuerpo que ha consumido buena parte de la energía en la inmersión, lo que sigue en adelante es ir hacia la luz: aleteas mientras usas la cuerda para acercarte a la superficie mientras el organismo empieza a salir del letargo: el ritmo cardíaco empieza a aumentar, consumiendo oxígeno, sus pulmones se hinchan y la sangre empieza a recorrer por todos los músculos. Y solo al llegar sabes que lo has hecho bien. “Cuando empecé a hacerlo no pensé que iba a bajar a 100 metros”.

Arriba, en la superficie, te esperan jueces que deben verificar, primero, que lleves el ticket que cogiste en la profundidad, la prueba de que lo has logrado. Generalmente se lo esconde uno en el wetsuit y hay que encontrarlo rápido, porque el frenesí no cesa en el mundo de la apnea. Hasta que llegan esos 15 segundos que vistos desde fuera dan una angustia enorme pero infinitamente menor que la que debe sentir aquel que compite por retener el oxígeno en su cuerpo. Solo tienes 15 segundos para sacarte la pinza de la nariz, hacer un signo de OK con las manos y decir “estoy bien”. Durante esos 15 segundos y los 15 siguientes hay un jurado revisando que hayas ejecutado el protocolo de superficie a la perfección y que no pierdas el conocimiento. Si es así, tu marca cuenta. Y tú vuelves al mundo como volver a nacer.

Fabian Dittrich cumpliendo el protocolo de superficie. / Laura Mommicchi

“Es una felicidad inmensa volver, es como que has dejado atrás una parte humana que tiene que ver con la parte racional del cerebro. Te convertiste en un animal, viviendo el presente, como un reptil. Has vuelto de una manera un millón de años atrás en la evolución de la especie. Solo ‘estar’ solo ‘ser’. Sin presente, sin futuro. Eso se siente muy bien, y en un mundo con tantas cosas, apagar la mente es clave a veces”, nos dice.

Hemos hablado con Fabian varias veces sobre lo que significa para él ser apneista. Primero, en un corto paso por Lima hace un año. Luego, en medio de lo que ha significado su entrenamiento para intentar lograr una marca: después de estar en nuestro país, viajó a Nicaragua y estuvo tres meses practicando en Laguna de Apoyo, un cuerpo de agua que queda en un volcán inactivo donde no hay tanto frío ni corrientes, lo que le permitió concentrarse solo en aguantar la respiración. Su objetivo entonces era dejar de ser el segundo apneista de Alemania para volverse el primero, pero nunca fue algo que tuviera como una obsesión: “Sin querer queriendo”, le dije entonces. Y se volvió su mantra.

“Sin querer queriendo” es como pienso que Fabian ha hecho muchas cosas a lo largo de su vida: desde conducir su oficina móvil por el mundo hasta conocer a Pepe Salcedo, un plusmarquista en esto de la apnea que fue quien le enseñó a sumergirse en un cenote en México. También es aquello que lo llevó a estudiar como facilitador de breathworking o a comprar la casita en Montenegro que hoy ha tomado la forma de un centro llamado SeaSpace donde cualquier persona que quiera puede experimentar la disciplina de la apnea. También a escribir un libro y decidirse a que, cuando deje la apnea seguirá trabajando en eso que todos creemos que hacemos bien: respirar, “aunque sea en la tierra”.

Hoy se encuentra en las islas Camotes, en Filipinas. Acaba de sumergirse 100 metros usando unas aletas dobles que lo han hecho sentir como un pez en el agua. Ha descendido, y ascendido, en apenas 3 minutos con 3 segundos. Ha llegado, sin querer queriendo, a la meta de ser el nuevo récord nacional de Alemania. Y ha abrazado ese momento de infinita soledad mientras pensaba en una frase del apneista italiano Umberto Pelizari que retrata lo que él siente sobre esto: “El buzo se sumerge para mirar a su alrededor; el apneista se sumerge para mirar dentro”.

Ahora toca mirar adentro. Hacer una pausa y respirar. Mucha agua ha pasado desde su premura inmersión a los 38 años, cuando entró en pánico después de llegar a sólo 7 metros en un cenote mexicano. Después de eso solo quedó recorrer el mundo: pasó por Egipto, Colombia, Indonesia, Dominica, México, Grecia, Chipre y Turquía. Y toca poner el freno: “Ahora me voy a Brasil con mi sobrino a tocar Bossa Nova en las calles de Rio de Janeiro. Y solo quiero hacer una cosa, visitar a mi hijo en Perú, que está haciendo un año de intercambio en Cusco, y celebrar con él”.

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