Por: Sonia Noemí Ramos Baldárrago
Dos defensores de las serpientes, le tenían pánico. Un tercero, nunca supo que se quedaría a vivir en Tambopata para reconectar el vínculo de los humanos con las serpientes. Al menos, en la Reserva Nacional de Tambopata.
Más de una veintena de productoras noventeras de Hollywood, se obsesionaron en inyectar el miedo a las serpientes. Pero estos ofidios nunca estuvieron peleados con los humanos. Los sacerdotes de Chavín de Huántar, las tenían en sus tocados o cinturones.
Se quedaron en la iconografía Mochica. Y entre los incas, siempre fueron un emblema de poder. En Tambopata, siempre se respetó a las anacondas mitológicas. A la yacumama (asociada a la anaconda), a la sachamama (asociada a una variante de la anaconda) y al cotomachaco (serpiente de dos cabezas).
Sergio Raymonti Ivochoqui o “Yayi”, es descendiente de un líder curaca machiguenga, de la provincia del Manu y de raíces maternales selváticas de Quillabamba en el Cusco.
Su fobia eran las serpientes, pero actualmente las protege en Tambopata. Sus más de 14 hermanos, le aconsejaban alejarse de una shushupe (Lachesis muta), porque creían que perseguían a las personas. Pero Sergio experimentó la advertencia. Encontró una shushupe y comprobó que no era cierto. Por el contrario, la contempló dócil y calmada.
Eso sí, no cogería nunca una piel de cualquier serpiente, porque su dueña iría por él. En la actualidad, Sergio aspira cogerlas entre 10 a 15 segundos. Lograr que sientan que no serán lastimadas, ni él se pondrá en riesgo. Eso lo excita. Ahora planea encontrar a su serpiente favorita: la boa arcoiris (Epicrates cenchria), sobre todo, cuando el sol ilumine el color de sus escamas. Sabe que no es mala suerte encontrarse una serpiente, sino que hay que tener suerte para ver una en la Reserva Nacional de Tambopata.
Víctor Velásquez Zea, se atribuye tener suerte. Su primer avistamiento de serpientes, fue una anaconda de 2.5 metros de largo. Era 1998. La anaconda había llegado al pueblo y Víctor se encargó de trasladarla a la Reserva. Era un biólogo de 28 años. Sus camisas camufladas y sus botas de jebe negro, no delataron que nació en Ica. Y él, no se imaginó quedarse en Madre Dios.
Durante quince años autosostuvo el único serpentario de Tambopata. El único lugar que ofrecía a las personas interactuar muy cerca con las serpientes. Algunas llegaban con cortes de machete, quemaduras, atropelladas o con la columna rota. Ninguna llegaba bien.
Los hijos de Víctor, eran de los pocos niños que aprendieron a dominar a las serpientes. Quizá los únicos. En las charlas del serpentario, Li, la mayor, entre los 10 a 18 años de edad y Alex, entre 10 a 15 años, cargaban a cuatro boas. Aunque Víctor procuró no desarrollar emociones con las serpientes, por pena. Sus asistentes, sobre todo mujeres, no se resistieron. Bautizaron a dos de las cuatro boas. Las denominaban “las instructoras” y les pusieron nombre. Una boa mantona, del grupo de las boas terrestres (Boa constrictor) perteneció al grupo de “las instructoras” y fue bautizada como “Matilde”. La historia de “Anita”, del grupo de las anacondas (Eunectes murinus), fue conmovedora. Un amable balsero, encontró a su madre muerta a la orilla del río Madre de Dios. Observó que algo se movía en su panza. La abrió y cayeron 40 anaconditas. Un promedio natural. Aquel balsero, tomó 19 anaconditas y las llevó al serpentario. Anita sólo tenía 30 centímetros como sus hermanitas. Un total de 18 fueron liberadas, pero Anita se quedó como “instructora”. No lo sabía, pero estaba cambiando la mentalidad de los visitantes. Al día recibían entre 10 a 30 visitantes aproximadamente. El que entraba, salía auxiliar de rescate de serpientes.
Los niños convencían a sus padres de la importancia de las serpientes. Los autos empezaron a detenerse en la carretera con destino a Cusco y en la carretera a Iñapari, solamente para dejar pasar a las serpientes. Los taxistas de motos lineales, que muchas veces pasaban por encima de las serpientes, las empezaron a rescatar y llevar al serpentario. Los peluches se agotaban.
Paralelamente, las serpientes enfrentaban otros problemas. En los bares, carderías (donde venden caldo de gallina), tiendas de abarrotes y ferreterías; de dueños cusqueños y puneños, creían que la cabeza de anaconda curada con un chamán, atraía a más clientes. Únicamente, se interesaban por su negocio a costa de poner en riesgo a las boas y anacondas. La anaconda (Eunectes murinus), está categorizada en el Apéndice II de CITES y podría estar en peligro de extinción. Pese a que el Art. 305 del Código Penal de Delitos Ambientales, impone la pena de cárcel hasta cinco años a los traficantes y comerciantes de fauna silvestre, nadie ha sido sancionado.
Víctor, organizó operativos. Decomisó pieles de anacondas y de boas mantonas y cualquier despojo de serpientes, que únicamente podían estar en salvaguarda en un museo. Sus libros y el ingreso económico del museo, autosostenían al serpentario. Pero la pandemia llegó y en el año 2020 cerró sus puertas. El museo también y ya no hay rescates.
Los estudios son insuficientes. El grupo de herpetólogos es el más reducido. Son como las lechuzas nocturnas. Salen a las ocho de la noche y terminan dos de la madruga. O las lechuzas de los arenales. Salen a las siete de la mañana y terminan a las 11 del día.
No todo está perdido. En la Reserva Nacional de Tambopata. Cristóbal Sánchez, hoy protector de las serpientes, reaccionaba con pánico y tembladera en las manos. Pero hace cinco años, rebeló el por qué empezó a amar a las serpientes. Actualmente, no sólo las coge, sino que las enrolla en su cuello.
“La primera vez, sentí un fuerte apretón. Era una anaconda (Eunectes murinus). Desde ese momento, supe que era como el abrazo de mi mamá”, dijo aquella media noche envolvente, frente al río Madre de Dios, donde nos acompañaba un sonido interminable de insectos y nos alumbraba una vela blanca de cocina.