sábado, diciembre 27

La industria publicitaria se ha definido históricamente como la gran arquitecta de las marcas más icónicas. Sin embargo, hoy enfrenta una contradicción muy profunda, casi irónica: una industria experta en construir marcas está destruyendo sistemáticamente las suyas.

La reciente fusión entre Omnicom e IPG, uno de los movimientos corporativos más relevantes en la historia, los convierte hoy en el holding publicitario más grande del mundo. Este audaz movimiento no solo responde a una lógica financiera y de escala. Es, sobre todo, un síntoma de una crisis identitaria que la industria arrastra desde hace años. Una crisis en la que los nombres legendarios como DDB, FCB o Mullen Lowe dejan de ser marcas con alma para convertirse en simples etiquetas administrativas, intercambiables, prescindibles.

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El gran problema empezó cuando la escala reemplazó a la identidad. Durante el siglo XX las agencias de publicidad no eran solo proveedores de servicios. Eran instituciones culturales. DDB no era simplemente una agencia; era una manera distinta de pensar. FCB no era un logo; era una filosofía creativa. Cada nombre representaba una visión del mundo, una ética del trabajo, una relación particular con las marcas y con la creatividad.

La llegada de los holdings publicitarios transformó radicalmente este ecosistema. Lo que comenzó como una estrategia para ofrecer servicios integrados y competir globalmente terminó derivando en una lógica donde la escala financiera pasó a ser más importante que la identidad creativa. Las agencias dejaron de ser marcas para convertirse en unidades de negocio.

En ese proceso, el ‘branding’ -esa disciplina que la industria vende con tanta convicción- empezó a ser ignorado puertas adentro. Se aceptó, sin resistencia, que las marcas históricas podían diluirse, fusionarse, renombrarse o desaparecer si eso mejoraba el Ebitda del trimestre.

Durante años la industria publicitaria buscó enemigos externos para explicar su crisis. Las consultoras, las plataformas tecnológicas, los gigantes digitales. Pero el daño más profundo no vino de fuera. Vino de decisiones internas que privilegiaron el rendimiento inmediato sobre la construcción de valor sostenido.

No son las consultoras las que diluyen las marcas publicitarias históricas. No son las nuevas plataformas las que eliminan identidades. Es la propia industria publicitaria que decide que ya no necesita aquello que la hizo relevante: no solo la marca sino su cultura.

La pregunta que queda no es si la publicidad puede seguir siendo rentable. Eso está garantizado mientras existan productos que vender y presupuestos que gestionar. La pregunta es si puede recuperar su dignidad como industria de marcas. Si puede volver a creer en el valor de aquello que vende: las ideas.

Ojalá que las agencias que sobrevivieron a esta fusión como TBWA, BBDO y Mc Cann puedan demostrar que las marcas importan, que la cultura importa y que la creatividad importa, no solo para sus clientes sino para ellas mismas.

Y así por fin dejaremos de decir: En casa de herrero, cuchillo de palo.

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