Eloy Jáuregui hablaba de la bacteria del ritmo, contagiosa y exultante, que lo invadía ni bien ingresaba a los antros de Surquillo o del centro de Lima. De ellos fue su mejor escriba, personaje emblemático y en los que su verba era ley. Jáuregui afirmaba la existencia de esa bacteria que se coló en su prosa, barroca y venérea, habilitada por un talento curtido para emular ciertas alturas lezamianas e inmediatamente después mirar al lumpen a los ojos con una pregunta -cálido, irreverente estilete- y una franca sonrisa de complicidad.
El ritmo de Jáuregui resulta difícil de seguir porque es auténtico, como él mismo escribió acerca de un local de cumbias alevosas disuelto en el éter de los tiempos. Sus giros expresivos y sus imágenes sensuales, hiperbólicas, eran directamente sonsacadas de las noches clandestinas de un país mutante que entendió como nadie, en su momento y en su lugar. Esa lucidez es la que distingue a los verdaderos poetas de quienes no lo son. Y donde Jáuregui se mostró como mejor poeta fue en sus crónicas, algunas de las cuales están entre las más brillantes que nos ha deparado el género en el Perú, sin dudas ni acotaciones.
Y es que Jáuregui nació con la palabra rodeándolo, dándole un alma. Su padre, don Néstor, era dueño de un surtido quiosco en el Parque Universitario, frecuentado por jóvenes universitarios que adquirían libros de poesía y otras novedades literarias. Así dio con esa irrepetible turba de jóvenes iluminados e indignados llamada Hora Zero y los siguió desde la etapa escolar hasta convertirse en uno de sus miembros históricos. Conoció de esa forma el canto de las tabernas, el inagotable atractivo de la marginalidad, las costuras de un sistema que no tenía derecho a reclamar nada a quienes había apartado a esas calles de eterna periferia. Ahora que ya no está, de la cúpula horazeriana solo queda Jorge Pimentel, exiliado en su soledad invicta.
Eloy fue excesivo porque para defenderse del Perú hay que estar dos pasos adelante de sus arrebatos e incontinencias. Enfrentó la desolación nacional y la convirtió en una salsa brava que todos, incluso los descoordinados, podían bailar con convicción. El tiempo, que pone cada cosa en su sitio, no hará mella en su libro mayor, “Usted es la culpable”, colección de las crónicas que publicó en los noventa, su década admirable. Contiene textos dedicados a Ferrando, a Chacalón o a Camilo José Cela que son alardes de un tipo que era -el término es de Sarduy, flamboyante hermano gongorino-, un millonario del lenguaje. Con pesos pesados tan diversos pudo liarse sin magulladura que se recuerde. Porque Eloy era un periodista de los que ya restan pocos. Fue príncipe de la bohemia, y por eso mismo culto e informado, listo para asumir su profesión como un espacio donde el hallazgo estético es un riesgo latente, donde el conocimiento de la vida y de los libros origina artefactos que la rutina no matará.
Quizá el progreso y el confort nos han vuelto demasiado asépticos, y por eso Eloy era necesario, porque fue historiador y testigo privilegiado de una época donde la picardía era bálsamo y donde la solidaridad y la ternura no habían sido vaciadas de significado. Por eso leer sus crónicas tiene tanto sentido. Por eso se le va a extrañar.