
En los circuitos del 2025, la Fórmula 1 pareciera que ya no se corre solo con manos firmes, reacciones felinas y piernas que aguantan 5G en cada frenada. Se corre, y se decide, en simuladores con jet lag, hojas de cálculo que pesan más que el auto, y algoritmos que conocen mejor el clima de Spa que un belga. Los verdaderos adelantamientos, los que importan, ya no se hacen en pista. Se hacen en una sala sin ventanas, donde un ingeniero con ojeras y tres cafés decide que dos grados menos de ala trasera pueden cambiar el campeonato.
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Y no es solo percepción: un análisis bayesiano de Erik-Jan van Kesteren y Tom Bergkamp, publicado en el Journal of Quantitative Analysis in Sports (2023), concluyó que en la era híbrida el 88% de la varianza en los resultados depende del constructor, no del piloto. El instinto, ese viejo rey, parece estar abdicando al trono de la telemetría. Si lo dudan, pregúntenle a Jack Doohan. O mejor dicho, a su DRS.
Hace unos días, en Suzuka, el australiano se convirtió en tendencia antes de convertirse en titular. Su Alpine salió volando en la curva 1 porque no cerró manualmente el alerón trasero móvil antes de frenar. El equipo lo llamó “error de cálculo”. No de velocidad, de juicio o de reflejos. No. De sistema. Un fallo de sincronización entre la máquina y el humano. Entre la velocidad y la tecla. Como si se tratara de una secretaria de antaño que no presionó a tiempo una tecla de su máquina de escribir. En Alpine, admitieron después que una actualización de software mal calibrada dejó al piloto desprotegido, como un títere con los hilos cortados.
Porque lo de Doohan no es un simple despiste. Es metáfora. La Fórmula 1 vive una mutación silenciosa, como todo imperio cuando cambia de manos. El piloto ya no es la estrella; es el ejecutor. El plan lo traza otro desde una computadora. Y en esa transición, a veces, el DRS queda abierto. Literal y simbólicamente. Pero la pregunta va más allá: ¿y si el futuro no necesita pilotos? Proyectos como el fallido experimento de Roborace ya corren autos autónomos a 300 km/h. Si la F1 sigue este camino, ¿qué separa al deporte de un videojuego? ¿A cuánto estamos de pasar de un timón a un joystick?
Checo Pérez, aunque ya no está en la parrilla, nos dejó una lección viva de esta era. En Red Bull, más que correr, tuvo que resistir. Más que fallar, fue fallado. Piensen en Abu Dabi 2023: una estrategia de pits diseñada en Milton Keynes lo dejó varado en P5 mientras Verstappen volaba al podio. No fue una derrota en pista; fue una colisión con el sistema. Como Doohan, como tantos otros, Checo fue atrapado en esa red de protocolos donde el Excel manda y el piloto obedece.
En otros tiempos, un error como el de Suzuka lo cometía un novato por falta de calle. Hoy, lo comete porque la telemetría no cruzó a tiempo. Porque hay tantas capas de control que se perdió lo esencial: saber cuándo soltar. Y entonces, entre tanta estrategia con nombre de PowerPoint y tanto ajuste aerodinámico con apellido alemán, uno se pregunta: ¿dónde queda el piloto?
Quizá la F1 del futuro no se decida en una curva, sino en una fórmula mal arrastrada. Quizá ya estamos ahí. Y mientras los románticos de la pista buscamos magia en una toma on-board, el ingeniero apaga su monitor y solo queda en los aficionados añejos aquel eco de lo que alguna vez fue una vuelta perfecta. Sin datos. Solo instinto.
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