Miércoles, Marzo 26

Entre las diversas e interesantes ideas que Alonso Cueto desarrolla en “Palabras en el mundo”, su nuevo ensayo sobre la obra de Mario Vargas Llosa, destaca la importancia de la amistad en los personajes e historias del Nobel peruano. “Mario fue un lector muy temprano de ‘Los tres mosqueteros’ y creo que asimila y se identifica mucho con esa idea”, nos dice. Y es la amistad también uno de los gérmenes de este libro: uno en el que Cueto no solo reflexiona desde el análisis puramente literario, sino que se permite dotar a su texto de un cariz humano y sincero, que parte de su especial vínculo con el –al mismo tiempo– admirado escritor y querido amigo.

–Al referirte a los personajes de Vargas Llosa y cómo te han acompañado a lo largo de tu vida, dices: “Los entiendo cada vez menos, pero los siento cada vez más cerca”. ¿Por qué?

Lo que yo creo es que cuando unos personajes son presentados en una novela de una manera tan convincente, cuando sentimos que podemos verlos, escucharlos, entrar en su mente, sentimos que existen. Sentimos que no son ficción, sentimos que son personajes de la realidad. Es conocida la frase de Oscar Wilde que decía que la muerte de Lucien de Rubempré –el personaje de Balzac– fue una de las mayores tragedias de su vida. Y así es como uno puede ver a Zavalita caminando por el Centro de Lima, al Jaguar tirando los dados, a Fushía navegando en el río, o a Urania contándoles la verdad a sus tías. Uno puede sentir que esos personajes se proyectan desde las páginas, se vuelven parte de nuestras conciencias. Y claro, los personajes no existen; sin embargo, vaya que existen. Cuando Ambrosio y Zavalita entran a La Catedral y empiezan a tomar cerveza y a comer platos de pescado, y todo huele a sudor, hay tantas experiencias sensoriales que uno siente que está allí, que está con ellos, que los puede ver. Con este libro yo he tenido ocasión de releer las novelas de Mario, de volver a estar con ellos, y he sentido que estos personajes me acompañaban, que estaban a mi lado y mirándome mientras yo escribía sobre ellos. Lo cual es un poco perturbador también [risas].

–Entre “La ciudad y los perros” y “Le dedico mi silencio”, su primera y su última novela, hay exactamente 60 años. ¿Crees que cambió mucho el panorama del Perú en esas seis décadas? ¿Y cómo crees que se refleja eso en la narrativa de Mario?

En “Conversación en La Catedral”, que es una novela de su primera etapa, hay un momento determinado en que Zavalita se sube a un colectivo, escucha un vals peruano, y tiene un comentario muy despectivo hacia la letra de la canción [“¿por qué cada vals criollo sería tan, tan huevón?”]. Y, sin embargo, en su última novela, el protagonista, Toño Azpilcueta, piensa que el vals criollo, la música popular, puede ser un espacio de reencuentro, de redención, de aglutinación social, donde se borren las diferencias entre razas o clases sociales. “Le dedico mi silencio” es una novela que de alguna manera crea una esperanza en una utopía, que es un tema que acompaña a toda la obra de Mario. Azpilcueta realmente cree en el arte popular y la música criolla como lugares de encuentro. Por eso es interesante pensar que la última novela de Mario es una novela de esperanza en un país en el que se hayan reconciliado las diferencias y anulado los conflictos. Como toda utopía, parece un fin irrealizable, pero él está dispuesto a seguir persiguiéndolo.

–Hay un capítulo del libro en el cual resaltas la importancia de “El Quijote” en la obra de Mario, y allí comparas la España de inicios del siglo XVII en que escribió Cervantes y el Perú de la segunda mitad del siglo XX en que escribió Vargas Llosa. ¿Cómo así?

En general hay muchas similitudes. Mario es un gran lector de Cervantes, y uno podría decir que la amistad entre Sancho y el Quijote se repite en algunos de sus personajes: la Niña Mala es quijotesca, y Somocurcio es un Sancho, por ejemplo. Por otro lado, las regiones tan diversas por las que cabalga el Quijote, y donde conoce a gente de todos los tipos –nobles, vagabundos, doncellas, prostitutas–, es un esquema similar al territorio por el que andan los personajes de Mario. Pero, además, tanto uno como el otro viven en una época en la que se empiezan a destruir ideales. En el caso de Cervantes, los ideales imperiales de España; en el de Mario, los ideales de futuros sociales que habían marcado los años 50 y 60, y que luego empiezan a desaparecer. Entonces, los mundos de Cervantes y de Vargas Llosa tienen caballeros andantes que van y buscan un ideal, pero se topan con una realidad banal y terrible que termina por derrotarlos, por hacerlos fracasar.

–Entre las cuestiones recurrentes de su obra, mencionas desde los rebeldes y las utopías, hasta la fijación por los cuerpos. Pero mencionas también el poder. ¿Cómo crees que se articula el tema del poder en su obra con su más conocido paso a la acción: su postulación a la presidencia?

Es muy interesante esa idea. Yo pienso que el corazón de Vargas Llosa está siempre del lado del rebelde. Pueden ser los estudiantes de “La ciudad y los perros”, puede ser Jum en “La casa verde”, puede ser él mismo que se rebela contra la familia en “La tía Julia y el escribidor”, o puede ser el padre que se rebela contra el hijo en “El héroe discreto”, porque no siempre los hijos son los rebeldes, los padres también pueden serlo. Entonces, Vargas Llosa está siempre del lado del rebelde, y creo que eso también ha ocurrido en su vida pública. Él ha protestado, se ha manifestado, y la postulación a la presidencia es un capítulo más de esa vocación por la rebeldía. Su deseo de llegar al poder es lo que hace un rebelde. Se rebela contra la situación en la que vive, contra el estado de las cosas. Yo recuerdo que su campaña fue muy dura, llena de protestas contra la situación terrible en que estábamos viviendo. De hecho, en un momento pensé en titular este ensayo “Una épica de la transgresión”, porque todo héroe es un transgresor. Eso es algo que ves en la vida de Mario desde que estaba en el colegio en Piura, cuando protestaba contra las autoridades y escribió una obra de teatro. Y eso está ligado también a la rebeldía que él siente cuando siente el yugo de la presencia de su padre.

Hablando de eso, ¿crees que existe un momento definitivo en el que Mario decide hacerse escritor?

Yo creo que él se convierte en escritor el día en que conoce a su padre. Porque se rompe la ficción en la que él vivía, se rompe ese mundo armónico, lleno de cariño y de bondad, en el que había vivido junto a su madre e idealizando la figura del padre que él creía muerto. Mario tenía 10 años y su padre se aparece en el teatro Variedades, en Piura, y se lo lleva en un automóvil a Chiclayo. En ese momento, la realidad entra en su vida de una manera brusca. Esa escisión, ese corte entre la ficción armónica y la realidad brutal, es la que provoca que él, desde entonces, busque en la ficción un desagravio a las afrentas de la realidad. Eso define su condición de escritor. Si esa fisura tan grande no hubiera ocurrido, creo que no hubiese sido escritor. Porque un escritor siempre es alguien que busca los paraísos perdidos; en este caso, los paraísos perdidos de la infancia.

–Visto en retrospectiva, ¿a cuál de sus personajes crees que termina pareciéndose más?

Bueno, en las cartas y documentos que hay en la Universidad de Princeton, Mario pone que hay un poco de él en el Esclavo, y otro poco de él en el poeta Alberto [ambos de “La ciudad y los perros”]. Pero creo que más del poeta Alberto. Hay en él un poco de todos, pero evidentemente Santiago Zavala es otro ejemplo de alter ego. Hace unos años, yo estuve con él en una mesa de presentación de “El sueño del celta” en la Universidad de Warwick, en Inglaterra. Allí, en un momento él les dijo a los alumnos que sean como Roger Casement. Rebélense, les dijo, no se resignen, protesten; no hay que dejarse aplastar por las cosas tal como se presentan, hay que luchar por un mundo mejor… Eso está en él y en todos sus personajes rebeldes. Personajes tan diferentes como Aldo Burnelli, como Pantaleón, como el héroe discreto. Creo que son esos los que más se parecen a él.

Por último, ¿cómo crees que tu amistad con Mario ha podido moldear o alterar la forma en que lees su obra?

Bueno, yo empecé a leer antes de conocerlo. En realidad, en nuestras conversaciones siempre han estado escritores admirados por los dos: Flaubert, Víctor Hugo, incluso Onetti, sobre quien él hizo un libro y yo escribí mi tesis. Mario siempre fue extraordinariamente generoso conmigo. Es una persona que me dio una gran compañía, de la que he aprendido, y que siempre me ha estimulado con sus libros y con su presencia. Es una persona con la cual las conversaciones siempre llevaban a nuevas ideas, a nuevas experiencias. Lo conocí cuando tenía 15 o 16 años, posiblemente antes, y por eso agradezco especialmente su generosidad y la de Patricia [Llosa] y toda su familia.

–Una generosidad que incluye la feroz crítica que le hizo a tu primera novela. Lo cuentas en el libro…

Sí, eso es algo que yo también le agradezco muchísimo [risas]. Él fue muy duro con mi primera novela [“El tigre blanco”, 1985], y además me explicó las razones por las cuales a él le parecía que yo había tomado un camino equivocado. Tuvimos una conversación muy larga, muy franca y especialmente dura. Recuerdo que me dijo: “Tú estás empezando, tienes que trabajar duro y parejo”. Con mi primer libro de cuentos, “La batalla del pasado”, fue muy generoso en sus comentarios, pero con “El tigre blanco” fue realmente duro. Y sin embargo me sirvió y aprendí muchísimo. Y se lo agradecí mucho también.

SEPA MÁS

“Palabras en el mundo” se encuentra desde este martes 25 de marzo en librerías y será presentado en el CCPUCP (Av. Camino Real 1075, San Isidro) el jueves 27 a las 7 p.m. El ingreso es libre.

Compartir
Exit mobile version