Un año antes de fallecer, Steve Jobs, el visionario detrás de Apple, se envió a sí mismo un correo que resumía su filosofía de vida. El mensaje, enviado desde su iPad el 2 de septiembre de 2010, refleja cómo las enseñanzas espirituales influyeron en su visión del mundo.
En el correo, Jobs reflexiona sobre cómo su existencia, y la de todos, está entrelazada con los logros y esfuerzos de quienes lo rodean.
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Escribió: “Siembro un poco de la comida que como, y para hacerlo no tuve que crear o perfeccionar las semillas. No produzco mi propia ropa. Hablo un lenguaje que no inventé ni refiné. No descubrí las matemáticas que uso. Me protegen libertades y leyes que yo no concebí ni legislé, y que no hago cumplir ni me adjudico. Me emociona la música que no compuse yo. Cuando necesité atención médica, era incapaz de ayudarme a mí mismo a sobrevivir”.
El mensaje es un claro reflejo de la humildad con la que Jobs veía su vida, reconociendo que, aunque fue un genio tecnológico, dependía de las contribuciones de muchas otras personas para existir y prosperar.
“No inventé el transistor, ni el microprocesador, ni la programación orientada a objetos, ni la mayoría de la tecnología con la que trabajo. Amo y admiro a mi especie, a los vivos y a los muertos, y mi vida y mi bienestar son totalmente dependiente de ellos”, escribió el empresario.
Este mensaje muestra que, aunque Jobs era conocido por su visión solitaria e innovadora, él entendía que su éxito no era solo mérito suyo. Reconoció que su vida y logros dependían de muchas otras personas y cosas fuera de su control.
En un mundo que a menudo elogia a los individuos por su genio, Jobs nos recuerda que todos estamos conectados y que el éxito personal está profundamente ligado al apoyo y las contribuciones de los demás.