Sábado, Julio 6

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La escena corresponde a tan solo unos días atrás, pero también aplica a la segunda quincena de julio del 2019, cuando luego de disputar la final de la Copa América frente a Brasil, Cueva se convertía en el protagonista de la meada pública más comentada en la historia del deporte peruano. Eso sí, por ese entonces, a sus gloriosas gambetas no había rival ni pichi que se les resistiera.

¿Puede alguien reprocharle que haga lo que le da la gana en sus vacaciones?

Días antes de la Copa América 2021, un nuevo ampay expuso al habilidoso mediocampista. Había sido grabado en lo que aparentemente era una reunión de amigos con alcohol y cigarros, en una situación en la que además rompía los protocolos de la pandemia por no respetar el distanciamiento social ni las condiciones mínimas de salubridad. Como si el acontecimiento fuese una anécdota, el Tigre decidió ignorar el escándalo mediático para centrarse en el fútbol. “Es un tema privado, estoy enfocado en el partido, nada más”, acuñaba el argentino para dar por cerrado el caso. Era el Cholo sano y sagrado.

¿Qué le puedes reclamar a un chico que se escapa de un club profesional para ir a jugar por una vaca?

Todo ha sido siempre desproporcionado en la vida de Cueva. Su talento, su look y sus decisiones nunca han coincidido con lo que uno espera. El Cholo es, como diría un conocido filósofo de la política peruana, de una raza distinta. Si fuese un genio promedio, con una habilidad sometida al rigor de la disciplina, hoy con 32 años tendría la reputación de Cristiano Ronaldo como atleta. Pero Cueva siempre se inclinó más por la picardía desbordada de Ronaldinho.

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Detrás de Cueva siempre estuvo Gareca y detrás de ellos dos, el éxito -o la percepción de un futuro prometedor- como soporte a cualquier situación extradeportiva que osara mancillar un gramo de su heroísmo. Lo contaba Nolberto Solano hace unos días en una entrevista a El Comercio, que para sobrellevar al fútbol peruano y sus males, el Tigre creía fervientemente en la necesidad de liderar el grupo humano con la flexibilidad propia del apapachamiento y el mimo. Y para afianzarse este sentido de solidaridad afectiva, también estábamos nosotros, los hinchas, perdonándolo todo, obnubilados por las alegrías deportivas.

Éramos la ecuación perfecta.

¿Por qué renegar entonces de una conducta que ya era habitual en los buenos tiempos? Porque en años anteriores la metida de pata iba acompañada con una metida de gol. Una goleada en Asunción, una paliza sobre Chile, un triunfo ante Uruguay o la épica en Quito. Había chocolate. Hoy en cambio, el ídolo está en decadencia y con él, nuestro tristemente célebre fútbol peruano vuelve a estar expuesto.

Sin epopeyas que nos distraigan, caemos en cuenta de que Jorge Fossati convoca a un Aldo Corzo de 35 años porque no encuentra un prospecto mejor en la Liga 1 ni en el reducido universo de peruanos jugando en el extranjero. O que el entrenador uruguayo decida darle más minutos en la reciente Copa América a Aladino que a Joao Grimaldo, un intermitente prodigio 11 años menor que urge sumar horas de vuelo si alguna vez queremos que sea un caudillo. Entendemos que resulta poco lógico convocar a la selección a un futbolista que llevaba ocho meses sin jugar y más de dos años sin un rendimiento convincente.

Sí, los futbolistas son profesionales y como tal, tienen derecho a hacer lo que les plazca cuando no están trabajando o a cuidar de sus intereses como lo hizo Renato Tapia. Irse de parranda es tan intrascendente como pasar la noche en una iglesia evangélica al son de un pastor carismático. El problema está en que las acciones de un futbolista no lidian con el criterio y la sensatez, tampoco con la importancia de la reputación, nuestros ídolos forman parte de ese otro ámbito peruanísimo del placer: el raje. Con más fuerza y con más daño cuando su rendimiento se alinea con la crisis y el fracaso. Nos olvidamos, como dice Marcelo Bielsa, que el éxito es la excepción y no la regla. Y cuando no llega, solo nos queda exacerbar la crítica.

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