Por primera vez desde su implementación, el país incumplirá por segundo año consecutivo su meta de déficit fiscal, un hecho que, aunque esperado, plantea múltiples interrogantes sobre el rumbo de la política fiscal. ¿Será este el preludio de un deterioro aún mayor de nuestra institucionalidad fiscal, que ha sido una de nuestras principales fortalezas?
En octubre, el déficit fiscal alcanzó el 4,1% del Producto Bruto Interno (PBI), el valor más alto desde 1992 excluyendo la pandemia. Este resultado marca 6 meses consecutivos en dicho nivel, alejándose del límite previsto para este año (2,8% del PBI), incluso tras la modificación de los topes fiscales debido a la recesión económica del 2023.
El Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), alguna vez guardián de la disciplina fiscal, ha venido cediendo sistemáticamente ante las presiones populistas del Congreso y, en muchos casos, del propio Ejecutivo, que en septiembre destinó US$1.550 millones para capitalizar la deuda de Petro-Perú. Esta permisividad ha propiciado la toma de decisiones fiscales cuestionables y un aumento descontrolado del gasto público.
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Hasta octubre, el gasto público se ha incrementado 12,8% –la tasa más alta de la última década, exceptuando el 2021–, impulsado por las mayores remuneraciones, especialmente en educación y salud. A esto se suma un Congreso que, a pesar de no tener iniciativa de gasto, continúa aprobando iniciativas que no solo implican un alto costo fiscal, sino que tampoco se traducen en mejoras en la calidad de vida de los ciudadanos.
Mientras tanto, la recaudación tributaria muestra señales de debilidad, con un crecimiento menor al proyectado por el MEF y minada por los beneficios tributarios, que este año costarán cerca de S/24.000 millones, equivalente al 12,3% de la recaudación proyectada, según la Sunat. Situación que se podría agravar aún más con las nuevas iniciativas de exoneraciones tributarias como la de la Zona Económica Especial (ZEE) en Chancay.
Si bien el bajo nivel de deuda pública amortigua los efectos inmediatos de este debilitamiento en las finanzas públicas—como destacó recientemente Fitch—, el incumplimiento continuo de la regla fiscal anticipado por diversas agencias calificadoras erosiona la credibilidad del país. Esto podría no solo poner en peligro nuestra calificación crediticia, que ya fue rebajada este año, sino también incrementar el riesgo país, elevar los costos de financiamiento y desalentar la inversión privada.
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Sin embargo, lejos de iniciar la consolidación fiscal, el Gobierno muestra un desprecio por la disciplina fiscal e ignora las advertencias del Consejo Fiscal. Así, el proyecto del presupuesto público 2025 contempla ingresos por S/7 mil millones adicionales que están sustentados en el cobro de deudas tributarias poco probables de materializar.
A este ritmo, no solo resulta cada vez más incierto cumplir con la meta del déficit para el 2025, sino que la imprudencia del Ejecutivo impediría que se cumplan las actuales reglas hasta el 2028, trasladando el problema a la próxima administración, que se verá obligada a revisar y probablemente modificar nuevamente la senda fiscal.
Si los objetivos fiscales se revisan cada año y no se cumplen, ¿para qué sirven? Las reglas fiscales pierden todo sentido si no se respetan, incluso peor, se traducen en pérdida de credibilidad. Es momento de que el MEF empiece a manejar con seriedad las cuentas fiscales porque esta es la regla que no se debe romper.