Sábado, Noviembre 23

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La pelota pegada al pie como Maradona (Merino) y la gambeta de Sotil (el hijo). Dos recursos que convirtieron a Christian Cueva en uno de los ídolos máximos del fútbol peruano desde aquella Copa América Chile 2015 hasta las Eliminatorias Qatar 2022. Un total de 15 goles en 29 partidos lo posicionan como el eje de una selección que alcanzó picos de rendimientos tan incomprensibles como inesperados.

Lo que hizo ya lo sabemos todos y resulta algo ocioso enumerarlo: brutal en Asunción frente a Paraguay para el histórico 4-1, genio tantas veces ante Chile, importante en aquella victoria en Quito, tremendo para conquistar Barranquilla y finito en Lima, cómo no, en esa noche inolvidable en que deshizo la cintura de un neozelandés para asistir a Jefferson Farfán y encaminar a la Bicolor a la histórica vuelta a una Copa del Mundo después de 36 años.

La última vez que fue determinante, sin embargo, data del 28 de enero de 2022. Casi dos años. Aquella vez, en el 1-0 logrado en Barranquilla, Cueva asistió a Orejas Flores para la épica. Luego vendría el repechaje olvidable frente a Australia y el fin de la era Gareca. Con ello, el despido progresivo de Aladino en el alto nivel.

Fue en el 2019 cuando alcanzó su apogeo y su valor de mercado llegó a los 5 millones de dólares en el Santos de Brasil. Sin embargo, cinco años después, su cotización se ha reducido en un 93%, hasta llegar a los 350 mil dólares según la página especializada Transfermartk.

Las lesiones, los ampays y las malas decisiones deportivas lo llevaron a un 2023 desastroso en Alianza Lima. Y luego, la nada por varios meses hasta que este año, luego de una Copa América en la que se forzó su retorno a la Bicolor, llegó a Cienciano. Su historia, como su juego, una vez más no se cuenta en líneas rectas, sino en zigzags.

Aquel cariño y empatía que desprendía al personificar al peruano que cumple sus sueños fue desapareciendo hasta concebirse con el hartazgo y la cólera por un jugador que, teniendo el talento para seguir surgiendo, se terminó diluyendo al ritmo de “Cervecero”, canción que además fue su himno en el camerino de la selección durante la época dorada.

Hoy, sin club, sin selección y sin rumbo conocido, Christian Cueva transita por un camino menos prestigioso. Es como si el fútbol, tan generoso con él en sus años dorados, le estaría pasando la factura por los días de gloria. La vida personal de Cueva ha saltado de los estadios a los programas de farándula, donde los reflectores no iluminan goles, sino escándalos. Su relación actual lo ha convertido en compañero de conciertos de cumbia, un giro tan inesperado como cualquier amague que haya hecho en la cancha. Pero aquí no hay aplausos ni ovaciones, solo un murmullo incómodo de quienes lo ven tan lejos del héroe que alguna vez fue.

La caída de Cueva no ha sido discreta ni silenciosa. Ha sido un estruendo que aún resuena entre los fanáticos que alguna vez lo veneraron. El legado de Cueva está en disputa. Lo que hizo con la selección peruana será siempre parte de su historia, pero no es suficiente para definirla. Su vida es una metáfora del fútbol mismo: hermosa, impredecible y cruel. Quizás algún día vuelva a sacar un conejo del sombrero, pero por ahora, el genio está atrapado en su lámpara, esperando encontrar la chispa que alguna vez lo hizo inolvidable.

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