Jueves, Octubre 31

El martes había sido un día desapacible en Paiporta, pero sin lluvia. Nadie aquí imaginaba que hacia ellos se dirigía una mortífera marea de agua marrón que dejó decenas de fallecidos en esta ciudad de España cercana a Valencia, arrasada ahora por el barro.

“Estamos destrozados”, explica con la voz rota Pepi Guerrero, una vecina de Paiporta que hace fila para recibir algo de agua.

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En una calle donde los vehículos siguen apilados como los dejó la corriente y en la que el barro sumerge los zapatos, esta empleada de limpieza de 53 años recuerda cómo se salvó por poco de la riada que ahogó a decenas de vecinos de esta ciudad de unos 25.000 habitantes al sur de Valencia.

“Acababa de salir de trabajar y cuando llegamos aquí el agua ya iba por mitad de la calle. Nos dio tiempo a subir a la casa”, recuerda entre lágrimas. “Vine en el metro, pero el metro ya no existe”.

Las vías férreas, que cuelgan ahora de uno de los puentes que atraviesan Paiporta, son una de las numerosas estructuras que arrasó el furioso caudal de agua marrón que bajaba por el barranco que atraviesa esta localidad de la huerta mediterránea, convertida en las últimas décadas en una ciudad dormitorio de la próspera Valencia.

A ambos lados del barranco el barro arrasa las calles dibujando la ruta de destrucción que siguió el caudal.

“En media hora pasó todo”, recuerda con la voz temblorosa Julián Loras, un jubilado de 60 años. A él el desastre casi le agarra mientras paseaba al perro.

“Si no me llama mi hijo, a mí me pilla”, explica lamentando que no se lanzaran más alertas avisando del peligro.

Con una gran escoba en la mano, Julián trata de apartar el barro que ha destrozado vehículos y comercios de esta calle por donde horas antes había visto pasar los coches “volando” sobre el agua.

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“Ha muerto muchísima gente”, afirma bajando la mirada. “Los sótanos se han llenado todos de agua. Mucha gente se puso nerviosa, fueron a sacar el coche y los pilló allí”, explica temiendo que aparezcan nuevas víctimas.

– En un segundo –

Paiporta es uno de los epicentros de esta tragedia que ha atravesado a la provincia de Valencia, donde ya hay casi un centenar de fallecidos. Sin rastro de aquel temporal que les ha traído el desastre, el sol brilla con fuerza este jueves haciendo más intenso el marrón del barro.

Frente al barranco, a pocos metros de la calle comercial que lleva al corazón tradicional del pueblo, Manuel Císcar y su hija tratan de abrir una vía hacia su casa. Dentro, en el garaje, están los tres coches de la familia convertidos en una pirámide de destrozos.

Las marcas marrones del agua, a casi dos metros, sobresalen en la pared blanca recordando el desastre que casi se los lleva.

“Estábamos aquí abajo para poner unas trampillas, pero en un momento el agua reventó la puerta y en un segundo teníamos el agua por la cintura”, afirma este jubilado de 76 años con sus ojos claros empañados.

Tras toda una vida viviendo y trabajando en Paiporta, desde el martes no deja de perder conocidos, como la pareja de ancianos que murió atrapada en una de las casas bajas que queda al inicio de la calle.

Hoy me he enterado de dos fallecidos más”, cuenta emocionado sobre esta tragedia.

– “Nadie avisó” –

En la calle peatonal, no queda ningún comercio indemne. Persianas abolladas, los sillones de una clínica dental volcados hacia la calle, todos los bajos están destruidos por la tromba viscosa. Con palos, escobas y cubos, los vecinos buscan abrirse camino entre el fango cuando otro fuerte pitido impacta en todos los celulares.

Es un aviso de protección civil, como el que denuncian que sonó tarde el martes, para recordarle a la población que no debe trasladarse por carretera para dar prioridad a los equipos de emergencia.

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Pero muchos en Paiporta sienten que el día en el que aún podían hacer algo aquella alarma sonó demasiado tarde.

“Nadie avisó de nada”, lamenta Joaquín Rigón, antes de emprender camino a la casa de unos conocidos de los que no tiene noticias. “Cuando empezamos a recibir notificaciones el agua nos llegaba aquí”, lamenta señalándose la cintura.

A la entrada del pueblo, empujando con su madre un carro lleno de comida que acaba de comprar en uno de los únicos comercios abiertos, situado en un alejado polígono industrial, Xisco Martínez todavía no se lo explica. “Aquí no caía agua, estábamos con la guardia baja”, lamenta.

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