Escrito probablemente entre 1349 y 1353, el Decamerón es una colección de cien cuentos, narrados en diez días. Todo un canto al hedonismo, los placeres y la grandeza de la fantasía y la imaginación. Su punto de partida nos recuerda la incertidumbre en todo repliegue producto de una pandemia: huyendo de la peste negra que azotó Florencia en marzo de 1348, siete mujeres jóvenes “siendo todas ellas discretas, de sangre noble, bellas formas, decorosas costumbres y honradamente vivaces” se refugian, en la compañía de tres mozos, en Villa Palmieri, un bello palacio retirado en el campo durante dos semanas, intercambiando historias. Su autor, Giovanni Boccaccio, convertía así al narrador en la metáfora del sobreviviente.
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Junto con Dante y Petrarca, Bocaccio forma el triunvirato del Renacimiento literario Italiano. Y en ese espíritu, volvió la mirada hacia el pasado clásico, siendo el primero en traducir al latín “La Iliada” y “La Odisea”. Pero el escritor, nacido en 1313 quizás en Certaldo, Florencia o París, no se quedó mirando solo al pasado. Observador minucioso de su tiempo, retrató a los personajes de su época y captó, con maestría, el espíritu de una sociedad decadente y de aquella que la reemplazó. La sociedad medioeval teocéntrica se batía en retirada, frente a las concepciones que ponían al hombre como medida. En aquel decisivo momento, Boccaccio escribe lo que observa: describe la naturaleza y a sus contemporáneos tal cual, sin amargura, con alegría, ironía y gracia.
Hijo de un comerciante florentino, en su juventud el humanista tuvo tiempo para aprender el latín y el oficio paterno. A los 15 años radicaba en Nápoles y estudiaba leyes. Se lanzó de lleno a los afanes amorosos, dedicando todo pensamiento a María de Aquino, “da Fiammetta” (la llamita) de sus obras, la mujer de sus sueños, aunque se cuenta que fue desafortunado en sus lances. Antes de la epidemia que azotó a Florencia, Boccaccio era ya un autor reconocido, aunque libresco, alejado de la vida y las calles, encerrado en el latín y las bibliotecas. Tuvo que venir la peste para que bajara a ensuciarse con el barro de la vida, que consiguió plasmar en su Decamerón.
La lectura del Nobel
Hace 10 años, a inicios de 2015, el Nobel Mario Vargas llosa asumía un nuevo reto actoral: adaptar a Boccaccio y protagonizar algunos de los relatos del Decamerón en “Los cuentos de la peste” en el Teatro Español de Madrid, junto a Aitana Sánchez-Gijón. Para el desaparecido autor, su argumento nos ofrecía una manera de escapar a la realidad de uno mismo, ofreciendo una manera de ser otro, de vivir otras experiencias, de asumir destinos extraordinarios. Además de un canto al hedonismo y a los placeres, se trataba de una obra sobre la fe en la fantasía y la imaginación.
En las últimas páginas de su libro, Boccaccio, quien falleció un 21 de diciembre, en 1375, hace 650 años, escribió: “Quizá se me censure excesiva libertad al tratar asuntos no muy convenientes para escucharlos honradas mujeres. Yo sostengo que todo lo deshonesto, dicho con palabras honestas no sienta mal a nadie. Mis relatos pueden ser buenos o malos, según las personas que los escuchen. Porque el vino haga daño a los enfermos ¿hemos de decir que sea malo? Si una mente no está sana, no puede interpretar sanamente las cosas”. Mientras que en la versión de Vargas Llosa, entre un relato y otro, sus personajes hablan entre sí sobre esa realidad más allá de Villa Palmieri.
Una conversación entre la juglar Filomena y el propio Bocaccio, coincide con el espíritu del italiano: “¿Por qué todas las historias que contamos tienen que ser sucias como la del monje Rústico y la cándida Alibech? ¿No hay historias de amor limpias y puras?”, pregunta melancólica. “No, Filomena –responde Boccaccio, el personaje. Todo lo que toca al amor termina siempre en humores viscosos, violencia y fornicación”. “Violencia y fornicación… Ésa es la vida y los cristianos tenemos que aceptarla tal como es”, apostilla el Duque de Ugolino interpretado por Vargas Llosa. Ése es el fuego que enciende la fábula de Boccacio en tiempos de peste negra, Covid o el actual influenza A (H3N2): la picaresca y la sensualidad como signo de supervivencia: aquello que brota del tiempo que nos ha sido concedido, del tiempo que se acaba, que caduca.











