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Su historia había sido decisiva para que meses antes (en mayo de ese año) El Vaticano proclamara santo al humilde dominico limeño Martín de Porres. Con ese aterrizaje, el milagro cerraba su círculo y regresaba, convertido en rostro, al país que aprendió a creer otra vez.
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EL ACCIDENTE DE ANTONIO EN TENERIFE
Antonio tenía cinco años cuando su infancia se quebró en un segundo. Era el 25 de agosto de 1956 y pasaba vacaciones en Garachico, en su tierra natal de Tenerife (España), cuando como cualquier niño inquieto convirtió una broma en aventura.

Lanzó una “pastilla” de “jabón Lagarto” de un amigo por juego y esta terminó sobre una construcción; al trepar para recuperarla, tropezó y cayó duramente desde una altura de casi cinco metros. Para empeorar las cosas, un bloque de cemento de casi 30 kilos se desprendió de la azotea y aplastó su pierna izquierda.
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Su extremidad quedó destrozada. El niño tinerfeño fue trasladado de urgencia a la cercana Clínica Capote. El diagnóstico inicial fue devastador: fracturas múltiples, tejidos aplastados y pérdida de irrigación. Los médicos temieron lo peor.
LA GANGRENA, LA ESTAMPITA Y EL MILAGRO
El propio Antonio Cabrera Pérez-Camacho, odontólogo de 61 años, contó en mayo de 2012 al periodista Marco Méndezde El Comercio -por el 50 aniversario de la canonización de Martín de Porres– cómo fueron los días siguientes al accidente. Esa lenta agonía clínica se reflejó en una pierna violácea, sin pulso, sin respuesta. La pierna se le estaba gangrenando y con ella llegó ese “olor a muerte” que los médicos reconocieron de inmediato.

Se le retiraron tejidos putrefactos mientras la fiebre aumentaba. Los antibióticos no servían. El 31 de agosto de 1956, la conclusión fue unánime: la amputación era necesaria para evitar una septicemia fatal. El equipo médico fijó la fecha de la operación. El destino parecía sellado. El 2 de setiembre operarían.
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Pero la noche previa a la cirugía programada ocurrió algo inesperado. Un familiar cercano, Adolfo Luque, profundamente devoto del beato Martín de Porres, llegó a la habitación de Antonio. Le entregó a Berta, la madre del niño, una pequeña estampa del dominico limeño. “Aquí ya no queda nada que hacer. Solo rezar”, le dijo.
Colocaron la imagen sobre la pierna herida. Bertarezó durante horas, sin descanso, aferrada a una fe conmovedora. Aquella madrugada, el quirófano seguía esperando. Pero algo había cambiado. Al amanecer de ese 2 de setiembre, los médicos retiraron el vendaje para llevar al niño a cirugía. Lo que vieron los dejó en silencio. La circulación había regresado. La coloración era distinta. El tejido respondía. Entonces, la amputación quedó suspendida.

El informe del doctor Miguel López consignó una mejoría súbita, total y médicamente inexplicable. El menor Antonio Cabrera fue dado de alta el 7 de setiembre de 1956. Solo quedó una cicatriz donde había estado rondando la muerte.
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EL LARGO PROCESO DE CANONIZACIÓN EN ROMA
El caso no tardó en llegar a oídos de la Orden Dominica. El obispo Domingo Pérez Cáceres constituyó un tribunal eclesiástico especial. Se tomaron declaraciones, se interrogó a médicos, familiares y testigos. Hablar del caso sin autorización podía significar la excomunión.
Uno de los testimonios más determinantes fue el del doctor Ángel Capote, director de la clínica que trató el caso y médico ateo, así como una figura respetada en Tenerife. Él afirmó que no existía explicación científica posible. Su declaración pesó decisivamente.


Seis años después, el 6 de mayo de 1962, el papa Juan XXIII proclamó santo a Martín de Porres. El expediente del niño español había sido aceptado, y ya se tenía hacía años el de una mujer en Paraguay. Se requerían dos casos milagrosos certificados para que Roma aceptara la canonización. Hubo decenas de casos evaluados, pero esos dos fueron concluyentes e irrefutables para las autoridades eclesiásticas.
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Antonio, de 11 años, asistió a la ceremonia en Roma. Recordaría siempre la multitud proveniente de África, América y Asia. De esta forma, San Martín de Porres dejaba de ser beato. Se convertía en el primer santo mulato de América. Pero el milagro aún no había terminado de contarse. Faltaba el regreso.
LA LLEGADA AL PERÚ DEL “NIÑO MILAGROSO”
En Lima, la noticia de la llegada del niño Antonio Cabrera despertó una expectativa inmediata. El 17 de diciembre de 1962, El Comercio informó que arribaría en un jet de la KLM alrededor de las 11 de la noche. Vendría acompañado de sus padres, bajo los auspicios del Canal 4 de televisión.

Los limeños se prepararon como para una visita de Estado, pero con recogimiento. El avión tocó pista esa misma noche. En el aeropuerto internacional aguardaban sacerdotes dominicos, periodistas, cámaras y fieles. Antonio apareció pequeño, serio, vestido con sencillez. No saludaba como celebridad, sino como cualquier niño.
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Su serenidad contrastaba con el revuelo. Para Lima, él era el rostro del milagro. Para él, Lima era la ciudad del santo que le había salvado la pierna. Nada más. Entonces, las tensiones no tardaron en surgir. Canales de televisión discutieron por derechos de imagen. Hubo reclamos, reflectores apagados, gestos de molestia. La respuesta fue tajante: “El niño no es un artista”.
“Es de todos los peruanos y de todos los católicos”. La frase quedó como declaración ética de aquellos días. La madre del niño observaba en silencio. Para ella, Lima no era un set. Al día siguiente, Antonio visitó la iglesia de Santo Domingo, en el Cercado de Lima. Ante la tumba de San Martín de Porres, oró en silencio junto a sus padres. No hubo discursos ni poses. Solo un niño agradeciendo. Esa imagen bastó. Para muchos fieles, fue más elocuente que cualquier sermón.

PERÚ: UN PAÍS QUE NECESITABA CREER
El Perú de 1962 vivía tensiones sociales y políticas. En medio de huelgas y conflictos, la presencia del niño ofreció un respiro espiritual. Por unos días, la capital habló menos de crisis y más de fe. Las iglesias se llenaron. Fuera de cámaras, Antonio Cabrera era solo un niño. Jugaba fútbol, hablaba del Real Madrid y de Alfredo Di Stéfano. Corría con otros niños limeños. Esa normalidad era, quizá, la prueba más contundente del milagro.
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Durante su estadía en el Perú, junto a sus padres, ese diciembre de 1962, hizo visitas religiosas, dio algunas entrevistas, pocas; y vivió momentos de recogimiento. Luego, el regresó a España. Pero algo de él había quedado para siempre entre los peruanos.
Cuando Antonio Cabrera Pérez-Camacho falleció el 28 de julio de 2017 (día de nuestra independencia), a los 66 años, seguramente recordó por unos segundos ese día en que de niño visitó el Perú y rezó ante la tumba de San Martín de Porres; el mismo día en que nos devolvió, sin quererlo, algo de fe.














