LIMA, 1934
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Era casi mediodía en El Potao, pero el cuartel “Gutiérrez Andía” no parecía un cuartel. No se escuchaban botas ni corneta, ni órdenes secas lanzadas al aire. Esa mañana, el silencio tenía peso, como si algo estuviera a punto de ocurrir. Y lo estaba.

Esta vez, el protagonista no era el uniforme, ni el sable, ni el trote disciplinado de los caballos de la Guardia Civil. Era el fuego. O más exactamente: el arte —nuevo, técnico, casi científico— de vencerlo.
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Una convocatoria silenciosa, sin bulla ni anuncios públicos, pero con la precisión de una orden bien dada, había reunido en el cuartel a figuras clave de las esferas policial, comercial y técnico de Lima.
Oficiales de alto rango, gerentes bien vestidos, técnicos extranjeros, y uno que otro curioso con buenas conexiones se acomodaban, discretos, alrededor de un escenario insólito. No era un desfile. Era una prueba. Un ensayo de fuego real.


El anfitrión: el teniente coronel Edilberto Salazar Castillo, jefe del regimiento de caballería. A su lado, el sargento mayor Fernando Rincón mantenía el gesto firme, mientras los invitados se acomodaban en los márgenes del patio.
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Minutos después, un hombre de bigote delgado y acento extranjero —el señor Thombasen— tomó la palabra. Era el representante técnico del fabricante de los nuevos aparatos “Minemax”, recién llegados desde Europa. Extinguidores. Palabra que ya se usaba con cierta frecuencia desde inicios del siglo XX.
Es que esa tecnología de respuesta efectiva ante los siniestros siempre se renovaba para bien del control no de los frecuentes manifestantes sino del fuego, de los incendios que eran más continuos que las marchas en la capital peruana.

EL POTAO: LA PRUEBA DE LOS “EXTINGUIDORES”
La explicación fue breve, pero tensa. Como si el humo pudiera adelantarse al relato. Al centro del patio, un montaje meticuloso esperaba: maderas, cartones, paja, pintura, gasolina, alcohol. Una miniatura del desastre urbano.
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A un costado, en formación, los doce extinguidores aguardaban su momento. Algunos de tamaño portátil; otros, como pequeños tanques listos para la guerra. Entonces, sin previo aviso, alguien dio la señal.
Una llama pequeña, casi tímida, apareció entre los cartones. En segundos, como si el aire mismo conspirara, el fuego creció. Las lenguas naranjas se alzaron con violencia. Y en ese instante, todo se detuvo.

El silencio se volvió absoluto. No por temor, sino por expectativa. ¿Sería cierto lo que prometía aquella máquina extranjera?
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El señor Thombasen actuó rápido. Maniobró uno de los “Minemax” con seguridad. Apuntó. Presionó. Un chorro blanco, como una bocanada de invierno, cubrió las llamas. Y como si obedecieran, las llamas retrocedieron. Una, dos, tres ráfagas más. Fuego vencido. Ni una chispa sobrevivió.
El gas carbónico había hablado. Y lo había hecho mejor que cualquier discurso. Los presentes —entre ellos el Intendente General de Policía, Armando Aguirre; el Inspector General Daniel Matto; y otros altos mandos— se miraron en silencio. Nadie aplaudió de inmediato. No hacía falta. Habían visto suficiente.

Consultado al final, el comandante Aguirre fue claro:
“Los mejores son los que usan gas carbónico”, dijo con voz firme, como quien acaba de tomar una decisión que marcará el futuro. Sin duda, la prueba fue un éxito rotundo. No hubo desfile, ni banda militar, pero sí hubo algo más raro y valioso: convencimiento.
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El señor Krefft, gerente de la firma Ostern —representante en Lima del producto— y el propio Thombasen recibieron saludos sobrios, pero cargados de reconocimiento. No por vender un aparato sino por ofrecer una certeza: en la lucha contra el fuego, ya no habría que improvisar.














