
“[El texto] va contando una serie de hechos que constituyen lo que los psicoanalistas llaman ‘la novela familiar’, lo que cree que ocurrió quien escribe: recuerdos, visiones personales, juicios sobre la realidad, en este caso del Perú y de manera especial en la región del llamado norte chico, la porción de nuestro territorio cercana a Lima”, escribe en el prólogo del libro Marco Martos, presidente de la Academia Peruana de la Lengua.
“Ahora ya estoy ociosa porque tengo 98 años y entonces me dedico a leer. Leo los periódicos y todo lo que encuentro. Pero cuando estaba joven me ocupaba de mi casa y de mis hijos. Esta es la verdad”, cuenta Ugaz desde la sala de su departamento frente al Golf de San Isidro. El espacio es contemporáneo con detalles de antigüedad en el mobiliario, todo en armonía. El cuadro de un arcángel Rafael domina la estancia; la escritora cuenta que dialoga con la imagen, la piropea incluso. Ella necesita ayuda para desplazarse, pero no para el ingenio.
El libro es también registro de las historias familiares, no todas halagadoras. “Mi abuelo [Pablo Tello Mardones] era muy bueno, ya lo dije, pero tenía un defecto: se fijaba mucho en las hijas de los peones; con el tiempo, su vida de casados se tornó cada vez más difícil: él no dejó de ser mujeriego y ella [mi abuela], en la soledad en que vivía, calmaba su pena tomando el vino que hacían en la hacienda”, escribe Ugaz. Se refiere a la hacienda Alpas (Áncash), donde pasó su niñez. Un sitio que abandonó para mudarse a la capital con sus padres y hermanos y donde la sorprendió el terremoto de Lima y Callao de 1940. Ese día perdió su casa, tenía 13 años.
Décadas después, cuando empezó a escribir su libro solo le salieron 20 páginas; no recordaba más. Como a todo escritor, le tocó enfrentarse a la página en blanco. Pero también, como toda letraherida que se precie, establecía diálogos internos consigo misma. “Un día estaba en la mecedora y digo ‘cabeza, tú me vas a tener que ayudar. Porque mis tías ya han fallecido todas. Mis primas no saben nada. Entonces tú, que has oído tanto a mi madre, tienes que hacérmelo recordar’.” Tres días después recordó los paseos a caballo hacia Supe, los momentos en familia y otros retazos.
Otra anécdota: La vez que de adolescente robó fruta con un grupo de amigos. Lo hicieron cuando el dueño de la huerta, el señor Ordóñez, dormía su siesta. Robaron dos días seguidos, pero al tercero el dueño los encontró y reprendió. Arrepentida, Ugaz Tello y sus cómplices terminaron pagando lo robado. “Nos enseñó algo que nos duró toda la vida: no agarrar nada de lo ajeno”, dice la escritora; a unos pasos dos de sus hijos asienten. Deben haber escuchado esta historia una y otra vez mientras crecían. Y ahora más gente la conocerá también, así como a la escritora.
—¿Y para cuándo el segundo libro?
“No, ya no. Es muy, cómo le digo… tendría que escribir algo, pues, de amor. Sería un libro más pícaro”, dice Ugaz. Y ríe.
DATO
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