Aunque terminaos el 2024 con el alivio –algo mediocre– de que este año no ha sido tan malo como el anterior (en el que la economía se contrajo por primera vez en el milenio, con excepción de la pandemia), los peruanos haríamos mal en no reconocer que llevamos alrededor de una década perdiendo el tiempo. Sí, perdiendo el tiempo.
Esta reflexión es especialmente importante si consideramos que este es un año preelectoral y si aceptamos que, en efecto, buena parte de nuestros problemas empezó con las malas decisiones que tomamos en las urnas y con las deficiencias de nuestro sistema político.
No es casualidad que el crecimiento vertiginoso de nuestra economía y la reducción drástica de la pobreza entre el 2004 y el 2013, impulsados por la inversión privada, se haya ralentizado desde entonces. Atribuirle la ralentización del crecimiento solamente al fin del boom de las materias primas no es correcto.
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Los efectos negativos de la mala política y de las contra reformas son claros. Entre el 2014 y el 2024, nuestra economía apenas creció 2,3% anual en promedio, mientras que entre el 2004 y el 2013 crecimos en promedio alrededor del 6,5%. El populismo, la corrupción, la desinstitucionalización, las contra reformas y el exceso de regulación han estado empujando el aumento de la informalidad, la ilegalidad y con esto la inseguridad, jurídica y ciudadana. Hoy la inversión no crece como podría, la pobreza está en niveles del 2011 y el 87% de los peruanos se siente inseguro en las calles, según Datum.
Por el lado optimista, tenemos todo para crecer. Somos un país bendecido en recursos (mineros, energéticos, agrícolas, hidrobiológicos, forestales, etc.), las perspectivas de la demanda de nuestros productos en el mundo son muy positivas, nuestra moneda es la más estable de Latinoamericana gracias a un Banco Central autónomo, técnico y con elevadas reservas internacionales, a lo cual se suma una baja deuda pública respecto de otros países de la región que permite financiar o cofinanciar con el sector privado las obras de infraestructura que a gritos necesita el país.
Las necesidades y oportunidades están ahí, los recursos están ahí, la capacidad de financiamiento sigue estando ahí. Lo que falta es claramente estabilidad y confianza.
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Siendo realistas, no va a ser fácil crecer a los niveles que vimos a finales de la primera década del siglo ya que eso requiere reformas más estructurales, pero también es cierto que con algo de visión de Estado y estabilidad, sí podríamos empezar a crecer a niveles de 4% o 5% y echar a andar el círculo virtuoso de crecimiento, inversión, empleo y reducción de pobreza.
El 2026 elegiremos nuevos gobernantes y si bien es un riesgo, yo prefiero pensar que es una tremenda oportunidad de empezar a enderezar las cosas en el país. Eso sí, convertir el riesgo en oportunidad, requerirá de mucho trabajo de todos.
Hoy, tenemos casi cuarenta partidos inscritos y casi treinta en proceso de inscripción, lo que vaticina una oferta electoral en el 2026 aún más atomizada que en el 2021 y menos predictibilidad, lo que demanda mucha mayor necesidad de que todos nos involucremos en el quehacer político del país.
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El 2025 está comenzando y tenemos que empezar a recuperar el tiempo perdido. Se requiere compromiso del sector empresarial y de sus líderes de participar más activamente tanto desde nuestro campo de acción directo con proveedores, colaboradores, clientes, familiares y amigos, como desde el apoyo e involucramiento en los gremios empresariales, los gremios regionales, los ‘think y do tanks’, las asociaciones civiles y el debate en las universidades, en especial en provincias.
Si queremos resultados diferentes tenemos que cambiar cómo hacemos las cosas, Mirar para el costado no es una opción. No esperemos al 2026 para decir qué pudimos haber hecho mejor. Empecemos ya.