En 1825, nuestra república decidió contar con un escudo nacional que representara a la nueva nación. El presidente del Congreso Constituyente de ese momento, José Gregorio Paredes, reflexionando sobre el tema, dijo que se requería un símbolo que integrara a todos sus habitantes, porque a pesar de que estaban “unidos por una sola localidad, estaban separados inmensamente por la enorme distancia de origen y condiciones”. Es decir, éramos desde hace casi 200 años, y somos aún, un territorio con disparidades significativas.
Así, el símbolo patrio resumió el anhelo primigenio de que nuestros recursos naturales sean la fuente del desarrollo social y económico de todos sus habitantes, todo lo cual quedó plasmado en el árbol de la quina, empleado desde épocas preincas para tratamientos médicos; la vicuña, un camélido andino apreciado por la industria textil; y la cornucopia con monedas, que reconoce nuestra riqueza mineral.
Esta riqueza mineral se explica por nuestra geología andina, singular y privilegiada, que ha permitido la formación de yacimientos de cobre de gran dimensión; pero, a su vez, yacimientos de porte medio con contenidos de zinc, plomo, plata y estaño, acompañados también por abundantes vetas angostas y enriquecidas de oro. Todo lo cual explica por qué coexiste en el Perú una industria minera de diversa dimensión: gran minería, mediana minería, pequeña minería y minería a escala artesanal.
Debiendo ser una sola gran industria minera peruana, que progresivamente crece y cambia de escala, nuestras autoridades políticas, a lo largo de más de dos décadas y pretendiendo estimular la actividad a pequeña escala, han terminado distorsionando su esencia, generando dos estándares que llamaremos el lado A y el lado B de la minería.
El lado A de la minería es formal, genera empleos de calidad y cumple con la normativa laboral, ambiental y tributaria; está fiscalizada en todos los tópicos antes mencionados, e incorpora de manera permanente tecnología para incrementar su productividad. No está exenta de errores, pero siempre se hace responsable si ellos ocurrieran.
En contraste, el lado B de la minería no es formal y se le permite operar con el eufemismo de que se encuentra en “vías de formalización”; genera empleos precarios en términos de seguridad y salud en el trabajo; no cumple a cabalidad la normatividad laboral, ambiental y tributaria; en lo ambiental, solo se le exige una declaración jurada (IGAFOM), y opera con subestándares técnicos que no aseguran su sostenibilidad como negocio, en especial en temas de ventilación y fortificación minera. En adición a todo lo anterior, en el entorno donde opera tiende a producir una externalidad muy negativa (violencia criminal, trata de personas y corrupción de autoridades).
La formalización minera, que progresivamente devendría en minería artesanal o a pequeña escala, será sostenible en la medida en que se eliminen sus distorsiones en costos (capital de trabajo, insumos y equipamiento) y accedan a mejores técnicas de trabajo, que incrementen la productividad de toda su cadena productiva.
Por todo lo anterior, más que extender la vigencia del lado B de la minería peruana (llámese Reinfo), nuestro compromiso con aquellos que plasmaron la visión de la Patria en el escudo nacional y, sobre todo, nuestro legado con las generaciones futuras, debería llevarnos de manera imperativa a debatir y alcanzar consensos para que migremos hacia una sola minería peruana, integrada y reconocida, la del lado A.